viernes, 9 de junio de 2017

  

LOS DOS

(Novela)

(Filosofía de la Historia)


                                  




(Daniel Albarrán)




Autor: Daniel Albarrán
Título: Los Dos (Novela)

Escrita en Roma en el 1991-2.

ISBN 9803321374

Depósito legal lf: 081-200-800-939

Primera Impresión: 500 ejemplares
Tipografía Anzoátegui, Barcelona, Venezuela.
Edición: el mismo autor.
Año 1999.

Segunda impresión: 2005
Edición e impresión: El mismo autor.
Impresión artesanal (casera).
Barcelona, Venezuela.

                                  "Busca tu complementario
                               que marcha siempre contigo
                                   y suele ser tu contrario"

                                      (Antonio Machado, poeta español)

  

I

                                                             

         El mes de diciembre había ya hecho plena posesión del tiempo. Y con él todo lo que significaba este mes del año. Por una parte las estaciones del año habían cumplido su ciclo y la tierra se aprontaba a recibir oficialmen­te el invierno. Aunque en este año prácticamente se había adelantado. Las lluvias se habían adelantado y el frío antes de tiempo presagiaba unos días muy fuertes, para los días propiamen­te del invierno, por lo menos en Europa Occiden­tal.
         Todos los acontecimientos hacían prever momentos difíci­les. La naturaleza parecía encapricharse y volverse contra el hombre mismo al presentarse más fría de lo común. Las mismas acciones del hombre parecían ser un reflejo de la naturaleza. En el Oriente se contenía a duras penas una guerra entre Irak y Estados Unidos de Norteamérica. Guerra que aunque no se había desatado en los campos de batalla, era prácticamente un hecho. Y si parte de los intereses de ambos lados consistía en tener al mundo en suspenso, se podía muy bien decir que, habían logrado su objetivo, pues, desde agosto tenían los nervios a estallar de la gente. Aunque los únicos afectados directamente eran los países enfren­tados no se podía negar, sin embargo, que siempre los terceros sufren las consecuen­cias de las acciones de los que tienen que decidir. La prueba se podía evidenciar a nivel mundial. El aumento del precio de la gasolina hacía que se encareciera la vida a todos los niveles. Todo hacía pensar que la guerra estallaría de un momento a otro. Aún no se había declarado oficialmente pero ambas partes se hallaban armadas hasta los dientes. No se sabía cuál de los líderes estaba realmente loco, aunque la opinión pública, influen­ciada por los Estados Unidos, hacía más cuerdo a Busch. Pero no se le podía quitar cordura al mandatario de Irak, quien aunque descabellado en su idea, se aferraba en demostrar que sus exigen­cias eran justas. Nadie se creía el cuento de los Estados Unidos, de defender los intereses de Kuwait ante la invasión de Irak, cuando los mismos Estados Unidos había invadido recientemente Panamá y permitía desarreglos en Israel. Cuentos de ficción que nadie creía aunque todo el mundo se entretenía en escucharlos como si fueran reales. 
         Por otra parte, se celebraba la apertura de la Alema­nia roja y su integración con la Alemania Occidental con el derrumba­miento del muro de Berlín. Las Alemanias volvían a unirse y representaban una esperanza de potencia europea a nivel del Viejo Continente y a nivel mundial. Polonia realizaba las primeras elecciones políticas, después de la guerra. Como también la apertura de la Rusia y su decisión de entrar en contactos econó­micos internacionales con el resto de la Europa con la puesta en práctica de la política de la Perestroika de Gorva­chof. Política ésta que permitía la occidentalización de la Europa Oriental hasta el extremo de que la unidad de Rusia amenazaba cada día en ser sólo una parte de la historia, ya que algunos países de la Rusia Roja empezaban a independizarse al tomar conciencia de la opresión social, económica y política en que vivían desde los años 1916 con la invasión militar de Stalin y la revolución bolchevique.
         Con la inesperada apertura de Rusia se podía conside­rar el fracaso definitivo del marxismo como sistema político. Setenta y cuatro años de centralismo económico en el Estado habían sido suficientes para comprobar que sin estímulos inme­diatos los ciudadanos no producen como si disfrutan en cierta manera directamente de su trabajo. Rusia y todo lo que ella significaba representaba para el resto del mundo un misterio y sobre todo una amenaza. Como se desconocía su desenvolvimiento interno se creía que en ella se gestaba una gran economía y un mundo social perfecto. Mas, al abrir sus puertas y occidentalizar a la manera de ciertas estructuras capitalistas algunas empresas del Estado el misterio que representaba no pasaba de ser pura exageración de la imagina­ción occidental. Exageración que se alimentaba en el conocimiento de la obra de Carlos Marx y en los imaginables crímenes y atrocida­des que se suponían en la prácti­ca de una mentalidad que negaba la realidad de la trascendencia y sólo veía la realidad histórica como la única válida de la existencia humana. Y en la que con el pretexto de una primacía del Estado se sacrifi­caba el valor de la individualidad de la persona humana, negán­dosele el mínimo de los derechos de la dignidad de la persona.
         La apertura de Rusia podía interpretarse como un reconocimiento de la misma Rusia del fracaso de su sistema político, económico y social. Pero, aún así, Rusia seguía represen­tando un misterio.  Y, hasta en algunas esferas intelec­tuales, se llegaba a pensar que había que estar con los ojos bien abiertos hacia ella pues podría ser una estrategia del mismo sistema para extender sus tentáculos malignos hacia el resto del mundo. Mas era un grupo que fundamentaba su temor en suposicio­nes, ya que la prueba más fehaciente de la buena intención de su líder, tan sólo que hubiera sido un buen actor, consistía en que ese mismo año 1990 recibía el Premio Nobel de la Paz.
         Esta y muchas otras razones hacían pensar firmemente que Europa se convertiría en los años inmediatos en una gran potencia mundial. La unificación de las dos Alemanias, la apertura de Rusia y la integración económica internacional europea hacían presagiar un futuro muy prometedor para Europa a nivel mundial. Al menos se podía pensar así, por entonces.
         El evidente fracaso de los Estados Unidos de Norte­américa en la invasión militar del suelo del Oriente Medio; su humillación militar ante un ejército iraquí, menos preparado como ejército; su posible desespera­ción económica ante la inminente escasez del petróleo; su pérdida de credibilidad política y económica fuera de sus fronteras; la devaluación del dólar en la economía europea, y otras miles de razones más por parte de los Estados Unidos de Norteamérica llevaban a intuir que había comenzado el fin del poder de los Estados Unidos. Algunos se hacían esas ilusiones.
         En América Latina, a pesar de la crisis en todo el Continente, se podía ver esta segunda posibilidad como una gracia especial para su economía. Podría significar alguna independencia económica de los Estados Unidos y una libre y propia política económica, desde América Latina, en América Latina y por latinoame­ricanos. ¿Y, por qué no, también en la posibilidad de una moneda internacional latinoamericana? Pero, si era realmente difícil en Europa, lo era imposible en América Latina, donde ni siquiera se llegaba a pensar tal cosa.
         Era ésta la realidad mundial del primer año del último decenio del siglo XX. Y en éste ambiente mundial, aunque no directamen­te, se va a desarrollar la historia de los dos perso­najes que van a ocuparnos el tiempo desde éste preciso momento.
         Eran, prácticamente, desde todo punto de vista el uno el polo opuesto del otro. Capitalino venezolano, uno, y, mexica­no­ el otro. Joven el primero, sobre unos treinta años, y un poco mayor el segundo, quien se preparaba a celebrar los 75 de existencia. Aquel pasaba de los ciento diez kilos de peso, y éste llegaba a los 75, haciendo par con su edad. El joven era el capitalino venezolano y el de más edad el mexicano. A pesar de las diferencias notables físicamente, tanto de espesor y dimen­siones como de edad, se podía encontrar entre ellos una cierta relación que los hacía como el uno para el otro. Se podría decir con toda propiedad que eran realmente amigos, en toda la acep­ción de la palabra.
         La experiencia de la amistad por parte del mexicano no era ningún problema. Porque la naturaleza como que ha preparado de manera especial a los mexicanos al hacerlos simpáticos y moldeables a todo tipo de contacto interpersonal. Es fácil hacerse amigo de los mexicanos. Por parte del capitalino venezo­lano, la experiencia de la amistad ya era un poco más llamativa. En todo caso, llamaba la atención la aparente amistad exis­ten­te entre este capitalino venezolano y éste mexicano. La nota que más resaltaba era la diferencia entre los dos, desde cual­quier ángulo posible.
         Tenían, sin embargo, algo en común. Los dos eran sacerdotes. Pero eso que los unía ya era propiamente una dife­rencia más a las que ya tenían, y la más importante, porque esta diferen­cia constituye la razón de ser de este relato, que tiene mucho de realista e igual de imaginario, aunque más de lo primero con la nota de ser inventados.
         El lugar donde se van a desarrollar los acontecimien­tos es en Italia y más precisamente en la ciudad de Roma. Las realida­des vividas por cada uno de los dos eran relativamente parecidas y relativamente diferentes. Uno era estudiante en una Universidad Pontificia y residía en el Colegio Pío Latino Ameri­cano con sede en el número 408 de la Aurelia Antica; donde el segundo realizaba la tarea de Director Espiritual. Por eso se afirma aquí que sus experiencias eran relativamente parecidas y relativamente diferen­tes. Parecidas porque ambos vivían en el mismo Colegio. Pero diferentes porque ambos estaban en Roma por motivos diferentes, aunque en esto también tenían un parecido, pues ambos estaban obedeciendo la decisión de sus respectivos superiores, y que ya automáticamente esto mismo les hacía otra diferencia, pues el superior de uno era el Obispo y el del otro el provincial de los jesuitas. Es decir, uno era secular y el otro religioso.
        






II
                                                             

         Los nuevos alumnos becarios de los países de América Latina estaban haciendo su arribo a las instalaciones del Pontificio Colegio Pío Latino Americano de Roma los primeros días del mes de septiembre de ese año, según se señalaba en las correspon­dencias a los Obispos que habían hecho sus respectivas solicitudes y que constituían una doble petición. Por una parte un cupo en cualquiera de las Universidades o Institutos Pontifi­cios de Roma, y por otra residencia en el P. Colegio Pío Latino Americano. La primera petición condicionaba la segunda, ya que se concedía residencia en el Colegio a quienes se les encontrara cupo en las Universidades o Institutos solicitados.  El primer requisito era el trámite legal de cada Obispo, en particular, para cada solicitud que estaba en parte condicionada por la edad requerida que era menos de 39 años para cada candidato. Después la condición interna del Colegio, era no sobrepasarse de 62, que era la capacidad de habitaciones que tenían las instalaciones del mismo. Para mantener ese lineamiento se contaban las habita­ciones vacías que dejaban los que cada año se iban. De manera que los cupos vacantes dependían de la cantidad de los que ya terminaban los estudios cada año.
         En ese año el número de los nuevos llegaba a 37, distri­buidos entre Mexicanos, Colombianos, que eran en su mayoría; Chilenos, Argentinos, Peruanos, Bolivianos, Dominica­nos, Uru­guayos, Paraguayos, Salvadoreños, Costarricenses, Haitianos, Ecuatorianos y Venezolanos.
         Los nuevos empezaban a llegar a Roma a finales de agosto y comienzos de septiembre de cada año. Ese año el Colegio les exigía llegar antes del 3 de septiembre para comenzar el curso fundamental de lengua italiana.
         Los antiguos, que ya llevaban un año de estudios en Roma, podían llegar a finales de septiembre para el retiro espiritual de inicio de curso. De entre los antiguos algunos podían ir a Alemania a trabajar durante el verano, otros ir a Francia o a Inglaterra a cursos de francés o de inglés. O quedarse trabajando en alguna parroquia de Italia para perfec­cio­nar el idioma italiano y conocer un poco más de cerca la cultura italiana. Ese año algunos habían ido a los Estados Unidos de Norteamérica a laborar como sacerdotes en algunas parroquias con comunidades hispanas. La finalidad de estas posibilidades era, entre otras miles, poder reunir algún dinero para ayudarse en los gastos que ocasionaban los estudios en Roma. Aunque quienes iban a Inglaterra o Francia no tenían esa posibilidad. Los que tenían los medios económicos podían ir a sus respectivos países de vacaciones a visitar sus familias. Algunos, sin embargo, distribuían el verano para ir a trabajar y ganarse algún dinero para los pasajes, de manera de poder visitar sus tierras en los últimos días de septiembre.
         José Juan Palmeras, que así se llamaba el capitalino venezolano, era un alumno de los que ya llevaban un año en Roma. Había estado en una parroquia de Roma en el tiempo de verano y su dominio del italiano era casi perfecto. Como era muy gordo y se movía con lentitud no era muy amigo de estar apurado ni agitado. Todas las cosas las tomaba con tranquilidad y con una sonrisa mitad picaresca, mitad burlona, muy propia de la gente gorda. Tal vez en eso consiste la simpatía natural de los gordos. José Juan Palmeras siempre andaba vestido de color gris y ni porque se cayera el cielo en pedazos se quitaba su cuellito blanco que lo identificaba como sacerdote. Ni siquiera dentro de su habitación.
         En cierta manera Palmeras era noticia dentro del Colegio. Por una parte, porque sus dimensiones lo hacían bastan­te notable, realidad que no podía disimular, y, por otra, porque tenía una manera de conversar muy propia que lo hacía el centro de cualquier tertulia familiar. Cuando hablaba sus ojos brilla­ban con una chispa de seguridad y dominio y una sonrisita compliciti­va que atraían la atención, aun cuando sus temas no fueran más que trivialidades.
         Palmeras sabía de su don y sabía hacer muy buen uso de él. De manera que logró impactar en los nuevos de ese año quienes siempre hacían círculos alrededor suyo después de las comidas y especialmente después de la cena que era cuando tenían más tiempo libre para conversar. Su impacto se debía en cierta manera a la inocencia de los nuevos que creían en todo lo que se pintaba sobre Roma. Y quien les hablara de ella ya se ganaba la atención, más si lo hacía con el dominio con que lo garantizaba Palmeras. Pero a medidas que los nuevos iban descubriendo la realidad por sus propios medios Palmeras se iba quedando relega­do y era mirado como un simple charlatán con simpatía. Nadie, sin embargo, le tomaba rencor. Por el contrario, a pesar de que sabían que mucho de lo que hablaba era mentiras le valoraban la capacidad de conversar y de entretener, pero, sobre todo, la capacidad de imaginación y velocidad mental para hilar las ideas en una conversación sobre todos los temas posibles. Al pasar los días, reunirse a conversar con Palmeras era disfrutar de un pasatiempo agradable. Todos le dirigían preguntas sobre cual­quier cosa indistintamente e igual contestaba con una seguridad impresionan­te de manera que las carcajadas estrepitosas se oían en los pasillos de la residencia o en el mismo comedor, o en la sala de televisión o en la sala de recreos. Cuando la carcajada de Palmeras era la que más sobresalía era cuando más era ocurrente una respuesta. Todos y hasta el mismo Palmera lo tomaba como un simple entretenimiento. Muchos, a pesar de eso, lo tomaban muy en serio y hasta discutían fuertemente con él hasta el extremo de llegar a disgustarse. Pero Palmeras sabía bien que era un juego y nunca perdía su tranquilidad, ni siquiera como para dejar de comer ni dormir, que le hubiese hecho mucho bien a sus dimensiones. Pero ni siquiera eso era para él un problema.
         En los primeros días del mes de septiembre llegaban los nuevos. Y a finales del mismo mes hacían su regreso los antiguos. Ya todo era ambiente de estudios. Aquellos andaban con la preocupa­ción de las inscripciones en sus respectivas Univer­sida­des y todo lo que ello comportaba: libros, horarios, conver­sacio­nes con los diferentes decanos de las diferentes especiali­zacio­nes, preguntas sobre los diferentes profesores y sus estilos de dar clases, las metodologías de cada asignatura, los autobuses que se debían tomar para ir a éste o cual sitio de la ciudad; los viajes apretados y empujones para subirse a los autobuses que iban siempre que no cabía un alma más, pero que metían más en cada "fermata"; el "aroma" típico de los italianos con fama de que no se bañan y que pareciera ser verdad en los autobuses que andaban que apestaban; la fuerte impresión desagrada­ble de las mujeres italianas que no se rasuran las axilas; el miedo de equivocarse en un verbo mal utilizado, en un italiano obligado y de apuros para salir del paso, con un noventa por ciento de español y el resto de italiano, del cual un siete por ciento era buen italiano; sin dejar de añadir, por supuesto, las obligadas visitas a la Plaza San Pedro, a la Basílica de San Pedro, la Cúpula de la Basílica de San Pedro, los puentes sobre el río Teveres, a los extramuros de San Pablo, la Plaza Venecia, la plaza de Víctor Manuel, la fontana de Trevi, que estaba en reparación por ese tiempo, el Foro Romano, el Coloseo, la Plaza España, la Vía Appia Antica, el Foro y el Mercado Traianos, entre otros de los sitios que casi como un rito visita todo el que va por primera vez a Roma. Lo primero que se visita es, sin duda, la Plaza y la Basílica de San Pedro en la Ciudad del Vaticano. Después de algunas fotografías delante del Obelisco de la Plaza y de algunas poses frente a la Basílica para hacer constancia de la permanen­cia en Roma, ya como que se está autori­zado a visitar todos los sitios de historia de la ciudad, que por cierto, nunca se visitan todos, aún estando en Roma dos años, ya que todo en Roma constituye elemento de historia y cada esquina o calle tiene algo de impor­tante que contar a la histo­ria de la ciudad. Tampoco puede faltar el gastar algún dinero en postales para mandar a los amigos, como para decirles que todavía no se habían olvidado de ellos.
         Mientras estas emociones vivían los nuevos, los antiguos, que ya habían pasado por esa experiencia, se prepara­ban a inscri­birse en el segundo año de Universidad y cumplir así con el requisito de las mismas para poder optar al título de Licenciado en ciencias eclesiásticas, después del examen de licencia  y la preparación y entrega de la tesis, por supuesto. Licenciatura que dice mucho a los que aspiran en la carrera de la jerarquía de la Iglesia pero que a nivel civil no tiene ninguna importancia pues nada tienen que ver las autorida­des de la Iglesia en el Estado ni de éste en aquella. Pues ambas tienen diferentes metas y misiones en el mismo plano humano del servi­cio.
         Juan José Palmeras se hallaba entre los últimos. Y si le hubiese tocado trajinar como los nuevos en ese agite de novato, igual lo hubiese hecho con su tranquilidad característi­ca. De manera que tenía más motivos para sentirse como en la propia casa. Y hasta se le podría considerar como un guía en lo que se ha llamado siempre la "experiencia romana".
         No sucedía, por el contrario, la misma realidad en Jorge Luis Fernández, quien era, a pesar de sus 75 años y de sus varias idas a Roma, prácticamente un novato. Jorge Luis Fernán­dez era el nombre del sacerdote mexicano. Y si Palmeras era en el buen sentido de la palabra un hombre astuto y de malicia, Fernández no tenía ni una pizca de mala intención. Sus ojos siempre reflejaban inocencia y le podían inventar la historia más absurda posible que sin dudarlo la daba por cierta. Jorge Luis Fernández era de contextura delgada, más bien alto, de caminar mesurado y seguro. En la marcha siempre llevaba las manos hacia lo largo del cuerpo. Y aunque al principio daba la impresión de ser un hombre torpe, se carac­terizaba por un gran sentido de solidaridad humana. Era amigo de detalles de amistad. Una sonrisa como entre tímida e inocente le daban un aire de inocencia y de buena gente.
         Jorge Luis Fernández acababa de llegar de los Estados Unidos de Norteamérica donde trabajaba en una parroquia. La Compañía de Jesús lo acababa de nombrar "Director Espiritual" del Pontificio Colegio Pío Latino Americano. Antes había desem­pe­ñado algunos cargos importantes, como director de algunos Colegios en México, había estudiado la Licenciatura en Psicolo­gía en los Estados Unidos del Norte y tenía el Doctorado en Espiritualidad. Le había tocado vivir en carne propia la crisis de los años 60 con la apertura de la Iglesia en el Concilio Vaticano II. Cuando en América Latina se discutía entre la liberación que suponía la vivencia del Evangelio encarnado en el pueblo con su propia circunstancia histórica y violencia social para buscar una mayor justicia, muchos sacerdotes se identifica­ron en la segunda posición con muy buena voluntad; y el padre Jorge Luis Fernández tuvo que hacer una gran lucha interna para no dejar la Compañía de Jesús en la que el veía que vivía con muchas comodidades y seguridades para dedicarse a vivir con su pueblo, como él lo llamaba con cierta nostalgia. Contaba por entonces con 30 años menos.
         Fernández tenía como aval una gran experiencia de la vida. Hablaba muy bien el inglés, se defendía en el francés y en el italiano no era un experto pero hacía muy buen uso de esta lengua. En sus años de más juventud había estado varias veces en Roma entre estudiando y desempeñando algunos oficios propios de su Congregación. Conocía muy bien los principales sitios de Roma con sus historias. Sin embargo, nunca hacía alarde de esta verdad en su vida. Más bien, daba la impresión de ser un novato. Tal vez era una actitud en su vida para hacerla más vivible y adaptarse a todos los cambios.
         Esta última disposición de Fernández iba a ser el aparente punto débil del que iba a sacar ventajas Palmeras.
         Fernández había llegado prácticamente entre el grupo de los nuevos al P. Colegio Pío Latino Americano. Era la primera vez que iba a esa Institución. Para él todo era nuevo: el trabajo, la responsabilidad, el cargo, ya que era la primera vez se iba a desempeñar como Director Espiritual. Tenía clara conciencia de esa realidad y procuraba manejarse con mucha cautela mientras conocía el ambiente. Y ésta actitud de Fernández iba a ser la clave de su gran aceptación en el Colegio.







III

                                                             
        
         Ya habían llegado todos al Colegio, aun los antiguos. Estos como conocían y tenían experiencia se ofrecían como colabora­dores de los nuevos.
         En el comedor todos se rotaban en las mesas cada vez para irse conociendo entre todos. Se respiraba un ambiente de camarader­ía.
         -- O sea, que de Colombia son 22 nuevos este año-- apuntó un boyacense en la mesa donde se hallaba también el Rector del Colegio. Era un hombre de 66 años, pelo cano, de mirada inquisitoria. Tenía fama de ser un hombre muy preparado. Nadie dudaba de su ciencia aunque sí de su simpatía pues era difícil en el trato. Algunos de los antiguos daban malas refe­rencias de él.
         -- Sí-- contestó el Rector después de llevarse la última cucharada de sopa a la boca.-- Este año los colombianos --continuó-- son 32 en el Colegio...
         -- O sea, que se podría muy bien llamar Pontificio Colegio Pío Colombiano-- entrecortó al Rector un argentino apodado "el catire" y al que le iba bien el apodo porque era rubio.
         -- Eso creo...-- señaló otro de los cinco que se hallaban en la mesa. Y todos soltaron las carcajadas por la ocurrencia del argentino, que tenía en igual porcentaje parte de ocurrencia y parte de malicia. Y siguieron comiendo y conversan­do de generalida­des.
         El argentino en el fondo decía una gran verdad. No sólo en el Colegio Pío Latino Americano la mayoría era colom­bianos, sino que en todas partes de Roma donde había residencia de Clero-estudiante había colombianos. En los autobuses se podía comprobar que la mayoría del clero latinoamericano era práctica­mente colombiano. En parte se podía atribuir a muchas vocaciones en aquel país, pero tal vez se debiera a otros motivos... No había residen­cia donde no hubiera un mínimo de cinco colombia­nos. El Colegio Colombiano, de la Diócesis de Medellín, sin embargo estaba hasta el tope.
         Mientras tanto cada grupo de cinco en  cada mesa hablaba de todo. En la mesa siguiente del lado izquierdo se hallaba Jorge Luis Fernández y dos mesas más allá estaba Palme­ras.
         -- Y eso no es nada-- se comentaba en la mesa de Palmeras-- imagínense en Invierno, cuando la gente no se baña; en los autobuses no se soporta el mal olor de los italianos-- Se estaba hablando de la primera impresión que generalmente impacta a todo latinoamericano cuando va a Roma. Impresión que no dejaba de ser una simple verdad y que era la opinión generalizada de todos los nuevos de aquel año y de todos los años. Como era una de las impresiones comunes se estaba compartiendo espontáneamen­te en la conversación del comedor. Y, de hecho, era, entre otros, el tema que se conversaba en los pasillos o cuando se reunían en grupitos a conversar de las primeras experiencias de los primeros días en Italia.
         Entonces, Palmeras, que era un poco más conocedor del trajín romano hablaba con propiedad y confirmaba las impresio­nes de los nuevos, que se alarmaban de las nuevas imágenes negativas de Italia, pues la gran mayoría, tal vez todos, tenían una falsa idea de perfección comunitaria de los europeos, y más de Roma. Pero que comenzaban a eliminarla y hacer una nueva desde la misma realidad y ahora fundamentados en la propia experiencia. En parte, las ideas que llevaban de Europa era fruto de una idealización del Viejo Continente sumado a una desvalorización de los propios países en los que sólo se insistía en lo negati­vo, que pareciera que en ellos todo era miseria, atraso, negli­gen­cia, oportunismo, vandalis­mo. Algunos, los más críticos y por consiguiente lo más objetivos, comenzaban a considerar que las realidades de sus propios países no eran tan malas como solían pintarla en la opinión pública. Que en muchos aspectos eran superiores positivamente. Y comenzaban a cuestionarse el por qué de muchos de sus predecesores en estudios en Roma al llegar a sus respectivos países llegaban con unos aires de grandeza injustifi­cados, como si el hecho de estar en Roma les diera el derecho de ser más. En cuanto a conocimientos, no lo dudaban, pero en cuanto a la verdadera sabiduría, lo ponían en tela de juicio, ya que ésta, según sus maneras de pensar, tenía que llevar necesariamen­te a la mayor comprensión de la persona humana. Y veían que considerarse más cerca de las cimas que los otros, o cambiar sus identidades nacionales por el simple hecho de haber estado en la Ciudad Eterna, durante un respectivo tiempo de estudio, era la consecuen­cia natural de una inmadurez perso­nal. Pero estos pensamientos pasaban por los más inquietos. Algunos de entre ellos hasta lo comentaban.
         En parte los que pensaban así tenían motivos para hacerlo. Por una parte eran jóvenes y eran inquietos. Y por otra, las mismas experiencias diarias de los primeros días de Roma le llevaban a dar el justo valor a sus propios países. Así, en Roma para moverse de un lugar a otro, dentro de la misma ciudad, había que esperar que los autobuses colectivos inter-urbanos pasaran al cabo de un buen tiempo de espera. No importa­ba que no hubiera puestos o capacidad en ellos. Había que empujarse para hacerse un lugar una vez montados o empujar desde afuera para poder montarse. Una vez dentro había que soportar empujones, estirones, apretones, hediondez, mal aliento, insul­tos, gritos de viejas cascarrabias, frenadas y arrancadas bruscas del autobús. Algunos comentaban, con buen sentido del humor, pero que era una gran verdad innegable como el firmamento de que la gente de sus países se consolaba porque ellos estaban en Roma y hasta ellos mismos soñaban, en cierta manera con eso, pero que "Roma no era como la pintaban".
         Pero todos estos pensamientos pasaban por los más realistas al pensar en el por qué muchos de sus amigos y colegas en el ministerio, después de los estudios en Roma, llegaban a sus realidades de sus propios países, que a veces no cabían por los mismos lugares que, antes de sus estudios, les quedaban grandes.  Porque ellos mismos podían comprobar que Roma y con ser Roma no era mejor que sus ciudades. Además, para moverse en la misma ciudad de Roma había que ir parado en los buses, así fuera un Obispo, y empujar como dejarse empujar y quedarse callado, sin decir nada, pero pensando muchas cosas, hasta groserías; sopor­tar hedores y un sin fin de incomodidades, que después en los países de origen no estaban dispuestos a soportar. Ironías de la vida.
         Mientras que en la mesa donde estaba Jorge Luis Fernández se hablaba de los estudios eclesiásticos.
         -- ¿Y, tú, qué vas a estudiar?-- preguntaba interesado un dominicano a un mexicano de bigotes.
         -- Quiero hacer la licencia en Misionología-- contestó éste mientras le iba quitando a una manzana su capa externa con los cubiertos, con mucha precisión.
         -- ¿En cuál Universidad?-- continuó el dominicano a la vez que hacía un montón con los platos usados para que los recogiera el compañero de servicio del día.
         -- La Gregoriana...
         El dominicano, de nombre José Miguel, de porte elegan­te y de un gran sentido de responsabilidad, también iba a estudiar Misionología y las respuestas de Vicente le eran de bastante utilidad.
          -- ¿Y ya sabes el horario?
         -- Todavía...
         -- No se preocupen por eso-- intervino inmediatamente Alvaro, un colombiano, quien era el encargado de dar todas las informaciones sobre los estudios a los nuevos de ese año. -- Por ahora, lo importante es que ya hayan decidido la especializa­ción. Yo después le explico a todos los nuevos que van a estu­diar en la Gregoriana todos los pasos a seguir. Todos los contactos de inscripción, matrícula, ordos, etc. yo los hago... como soy el encargado este año...
         -- En parte, mejor... -- repuso el dominicano quien no veía el día de comenzar las clases -- porque si es así, nos evitamos las...
         -- Sí, sí; tranquilos -- volvió a decir Alvaro lleván­dose la servilleta de tela a los labios para secárselos después de haber tomado el último sorbo de aranciata, un procesado de químicos con jugos de naranja que venía en envases grandes de plástico y que colocaban en cada mesa junto con una botella de agua. En el almuerzo siempre se colocaban algunas botellas de vino en una mesa adjunta en el comedor para quien quisiera tomar vino. Por lo general, las cinco distri­buidas de a vaso entre 62 personas, quedaban vacías.
         -- ¡Qué bien!-- fue la afirmación de Jorge Luis Fernández quien estaba atento a la conversación y que hasta el momento no había pronunciado palabra. Sus ojos comenzaban a enseñar un interés por la suerte de sus compañeros de mesa. Pref­ería escuchar y de vez en cuando aprobar con  una sonrisa. Su presencia inspiraba confianza.
         Después de cada comida, tanto en el almuerzo como en la cena, se colocaba café y agua de manzanilla en una mesa casi a la salida del comedor. Era prácticamente un rito que al salir del comedor todos pasaran a tomarse un café o un guarapo de manzanilla, según el gusto de cada uno. Cuando las conversacio­nes se llevaban su buen tiempo continuaban en esta mesa, mientras se servían una de las dos bebidas. Allí, quienes todavía no se habían saludado porque no habían tenido tiempo por el trajín del día, aprovechaban la oportunidad para hacerlo, como también para jugarse alguna broma ligera entre quienes ya se tenían más confianza. Esta última mesa constituía como el sitio de contacto entre todos los residentes del Colegio.
         -- Un poco de azúcar, por favor-- y estiró la pequeña taza el argentino apodado "el catire" hacia Buitriago, un colom­biano, que se hallaba en el lado del azúcar en la mesa antes descrita.
         -- Con mucho gusto, ché -- contestó súbitamente Buitriago a la vez que le servía dos cucharaditas de azúcar en la taza del café al catire.
         -- ¡Catire! -- gritó un venezolano, de la ciudad de Trujillo, quien llamaba a todo el mundo "catire" fuera o no rubio, y que se había dado a conocer por sus gritos a la hora de hablar. -- ¿Cómo estás, "catire"?-- repitió dirijiéndose esta vez al argentino.
         El trujillano se había ganado la simpatía y el cariño de casi todos los compañeros del Colegio. Se caracterizaba por su manera de hablar, que era a gritos. Tenía una risa que a muchos les parecía callejera, pero esa era la clave de su simpatía. A todos les echaba bromas y quien se dejaba tenía que soportar sus pesadas tomaderas de pelo, que a veces se pasaban de calibre. Pero ya todos lo iban conociendo y sabían que no era por maldad sino por su manera de ser. Y en el fondo le tomaban cariño, aunque no dejaba de existir alguno que otro que le tenía ojeriza.
         -- ¿Cómo está, Usted, Padre Espiritual?-- preguntó muy respetuosamente el gordo Palmeras al Padre Fernández que en ese momento se estaba sirviendo un poco de agua de manzanilla.
         -- Bien, gracias -- contestó el padre mexicano a la vez que colocaba sobre la mesa el recipiente donde servían la bebida caliente. -- Aquí, tomando un poquito de esta agua que hace mucho bien después de la comida...
         -- Ya veo... -- repuso Palmeras sin poder evitar una sonrisita maliciosa.
         -- ¿Y, tú, cómo estás? -- continuó el P. Fernández al darle el frente a Palmeras para cerciorarse de su interlocutor.
         -- Bien... bien... bien...
         -- ¡Qué bueno!...
         Eran ya pasadas las ocho y media de la noche. Todavía podía sentirse el calor del verano, que ya estaba agonizando. Al entrar el Otoño se tendría que retroceder una hora del reloj. Y esto constituiría otro elemento más dentro de "la experiencia romana" de los nuevos y que los antiguos ya conocían. Una vivencia nueva a las muchas que iban viviendo después de abando­nar sus tierras porque después de algunas horas de vuelo ya habían sufrido el cambio de horario y con él un cambio total. Para algunos había sido un retroceso de cinco horas en el caso de los venezolanos, dominicanos, chilenos, bolivianos y paragua­yos; seis para los colombianos, ecuatorianos, peruanos y haitia­nos; siete para los mexicanos y costarricenses, y; cuatro para los argentinos y uruguayos. Cambios que producían en todos un desarreglo general y que comenzaba en perderse el sueño por un mínimo de dos semanas para unos porque significaba restarle  siete, seis, cinco o cuatro horas al ritmo normal, y, para otros en un descontrol estomacal. Práctica­mente todos se quejaban del cambio de horario. Y los que no lo expresaban verbalmente no era necesario que lo hicieran porque los ojos, la palidez del rostro y el cansancio que se les notaba los delataban. Estos cambios bruscos influían en gran manera en las primeras experien­cias del contacto con la ciudad eterna. Algunos tenían la fuerte tentación de regresarse, pero más podía en ellos el orgullo y el temor al ridículo en sus comunidades que preferían quedarse, para hacer la prueba. Al paso de los días ya el cuerpo y la mente se iban amoldando hasta que, ya verdaderamente no era problema. Parte de "la experiencia romana" se decían para consolarse y darse fuerzas. De manera que cuando alguien utilizaba la expre­sión "la experiencia romana", ya todos sabían que estaba pasando por un mal momento y trataban de solidarizarse con él para que no se sintiera abandonado. Algunos sobrevivían gracias al gran sentido de solidaridad latinoamericana, como los colombianos y venezolanos a quienes les afectaba más el cambio.     
         -- ¿Le gusta mucho la manzanilla? -- preguntó Palmeras que sólo lo hacía por dar tema de conversación y el tema de la bebida le era oportuno.
         -- Pues...
         -- A mí me gusta más el café -- interrumpió enseguida Palmeras dejando a Fernández con la respuesta en la punta de la lengua. -- Aunque, viéndolo bien, me gusta más el té, pero... -- moviendo la cucharilla dentro de la pequeña taza -- Y a propósito del té -- continuó porque empezaba a sentirse seguro en su terreno -- ¿Cómo va el asunto ese de la crisis del Golfo?.
         No había ninguna relación entre los dos temas pero sólo quería conversar.
         -- Verás que...
         -- Pero, es una gran locura la del Sadam -- volvió a dejar a Fernández con la palabra en el vacío -- hacerle resis­ten­cia a los Estados Unidos.  Aunque no se sabe quién de los dos está realmente loco. ¿Usted qué cree?...
         Y no dejaba de tener cierta razón Palmeras en su apreciación inicial.
         -- Lo que pasa es que siempre el pez grande quiere comerse al más pequeño -- logró decir Fernández aprovechando que Palmeras se llevaba la taza a la boca para sorber otro trago de café.
         -- Pero el pez pequeño no ha resultado tan pequeño como se pensaba -- dijo Palmeras apenas había consumado el buchado del café que tenía en la boca.
         -- Y lo peor -- continuó Palmeras -- es que los Estados Unidos anda utilizando el pretexto de que está en defensa del más débil... Pero son puros cuentos chinos... Sin embargo -- prosiguió su pensamiento -- yo me alegro de que le estén dando una lección a los Estados Unidos. Claro, es lamenta­ble que con ello esté jugándose un desastre mundial, pero ya era hora de que a los Estados Unidos le demostraran que el mundo no se va a manejar como él quiera. Pareciera mentiras pero le tiene miedo  a Irak que lo tiene en tres y dos. Yo creo que el Sadam no es ningún loco. ¿Ud. cree que un loco haría lo que éste está haciendo? Para mí, que tiene los cinco sentidos muy bien pues­tos... -- Y volvió a llevarse la taza a la boca para saborear otro trago.
         -- De eso no hay ninguna duda -- confirmó Fernández la idea de su interlocutor -- pero, me atrevo a pensar que no va a ser suficiente...
         -- Pero es lamentable -- continuó Palmeras que se había detenido sólo para tomar más café y no tanto para que Fernández hablara -- que los demás países se solidaricen con Norteamérica, cuando se ve clarito que es un abuso de poder de los Estados Unidos. Creo que habría que repetir la frase que siempre se le ha dicho a los gringos: "Yankees go home".
         Y siguió dando sus razones sin detenerse en lo que pudiera pensar u opinar Fernández, quien de hecho confirmaba las ideas de Palmeras.      
         Una vez dejado el comedor pasaron  a la sala de recreos del Colegio que quedaba vecina a la de la Televisión. En la sala de recreos algunos leían "Il Tempo" un periódico italia­no o la revista "L'espresso" o L'Observatore romano en lengua italiana que salía todos los días, otros jugaban dominó y otros fuerza cuatro, un juego que consistía en alinear cuatro piezas seguidas del mismo color y ganaba quien sumara más juegos de líneas consegui­das. Este juego era bastante entretenido y requería mucha concentración porque cualquier descuido signifi­ca­ba una línea en contra. En este juego siempre estaban cuatro colombianos y un venezolano. Se jugaba de dos personas en cada turno. En el dominó estaban igualmente tres venezolanos y un ecuatoriano quienes armaban escándalos en todos los juegos. Sobresalían los gritos y las carcajadas del trujilla­no quien se hacía sentir donde estuviera.
         En la sala inmediata había otro pequeño grupo que compraba las estampillas de correo para la correspondencia personal. El Colegio tenía un servicio interno de correo. Había un encargado que prestaba el eficiente servicio de ir todos los días al Correo Vaticano a depositar toda la correspondencia de los residentes del Pío Latino Americano. En la noche anterior se vendían las estampillas, según el peso y el destino de cada carta y se depositaban en una caja metálica, dispuesta para los oficios del correo.
         -- ¡La posta è chiusa!-- gritó de repente el encargado del Correo-- anunciando así que se cerraba el servicio del correo por esa noche.
         -- ¡La posta è chiusa! ¡La posta è chiusa! -- empezó a repetirse por los pasillos como en eco el típico grito del argentino entre quienes lo oían y lo imitaban.
         Mientras tanto Fernández y Palmeras se acomodaban en sendos muebles de la sala de recreos imbuidos en el tema que los entretenía, que con todo lo que dijeran de incierto desde sus respectivas opiniones eran sus propias maneras de pensar y por consiguiente merecían, por lo menos, ser escuchadas, que era propiamente lo que ambos hacían. Y allí comenzaba su relación.






IV

                                                             

         La noche anterior Fernández y Palmeras se habían despedido a las diez y media, porque según la disposición interna del Colegio a esa hora ya debía haber silencio para que los que se acostaban temprano pudieran descansar lo suficiente. Esta disposi­ción estaba colocada sobre todo para los tiempos en que había clases porque todos prácticamente tenían que levantarse muy temprano para poder tomar el desayuno y dirigirse a sus respecti­vas Universidades, y que a veces se tomaba una hora para llegar puntual a la primera hora de clases. En los tiempos normales de las Universidades esa norma todos la cumplían pues llegaban ya a las diez de la noche con el mínimo de fuerzas que se iba cada cual a su habitación a dormir, los que ya no daban más; o, a terminar de preparar las materias para el día siguiente, los que todavía tenían un resto que ofrecer.  Esta preparación suponía un doble trabajo, pues, además de hacer las traducciones del italiano al español se necesitaba entender lo que se leía. Esta tarea era, por lo general, al comienzo, pues, al paso de los días ya no hacía falta traducir ningún texto porque se iban familiarizan­do con la lengua italiana. Después, muy de vez en cuando, acudían al diccionario para buscar el significado de alguna que otra palabra desconocida.
         Durante esos primeros días la presencia en el Colegio tenía la única intención de permitir que los nuevos se fueran adaptando al cambio de ambiente. Aunque el curso de italiano era importante al dar las líneas fundamentales de esta lengua, no era, sin embargo, lo más importante, sino la razón anterior. Todos intuían esa razón y daban gracias en el fondo porque de recibir clases en la Universidad inmediatamente después de haber llegado, sufriendo todo el cambio brusco de la adaptación como al cambio de horario, hubiera sido, sin duda, un sacrificio demasiado grande, aunque ya lo era, pero lo hubiera sido más si se hubiese llegado al trajín normal de estudiante de manera inmediata.
         Mientras tanto algunos en las horas de la mañana salían a conocer la ciudad. Todos procuraban llegar a la hora del almuerzo al Colegio ya que otro elemento más de "la expe­riencia romana" era el comprobar que cualquier comida afuera era demasiado cara. Y no sólo la comida. Toda la actividad comercial en Italia suponía tener una fuente sin fondo de dinero. Y lo peor era que el dólar se iba desvalorizando cada día más. Contribuía a ese hecho la crisis del Golfo.
         Y no tenían otra alternativa que manejarse con los poquitos dólares que cada uno había llevado al salir de sus países. Lo poco que había resultado del cambio de sus monedas nacionales al adquirir dólares se esfumaba ligeramente como el pensamiento al conver­tir­se en liras italianas. Veinte dólares era el equivalente a veintidós mil liras y con esta cantidad se compraba, escasamente, un almuerzo para una sola persona. Eso suponía, en el caso de los venezolanos, mil bolívares. Y no podían darse el lujo de gastar esa cantidad en un simple almuerzo cada vez que se salieran del Colegio. Por eso era que todos, y especialmente los venezolanos, ya a las doce y medía del día estaban puntuales en el Colegio.
         Algunos ya habían oído de lo caro que era la vida en Italia, pero no era lo mismo escucharlo que vivirlo. Ahora podían dar testimonio, pero con toda seguridad eso que dirían sería un círculo vicioso: se escucharía e igualmente se dudaría, como lo habían hecho casi todos ellos cuando lo habían oído en sus países por primera o muchas veces consecutivas.
         Los chilenos y los argentinos no tenían grandes problemas al respecto. Y, en parte, se debía a que estos, tenían por lo general familiares en Italia, pues en cierta manera estos dos países habían sido los dos grandes puntos de atracción en la emigra­ción de los italianos en los tiempos de la guerra.
         En cambio, no sucedía igual suerte con los mexicanos, dominicanos, peruanos, ecuatorianos, bolivianos, haitianos, salvadoreños, costarricenses y venezolanos. Estos últimos estaban viviendo una racha de crisis económica después "del febrero de 1989" y se les hacía difícil reconocer que los tiempos de las vacas gordas ya habían pasado.
         Era la hora del almuerzo y todos empezaban a desfilar por la "portenería" a saludar a Dante, el señor que desempeñaba el trabajo de portero en el colegio hacía ya quince años en los turnos de la mañana, cada dos semanas, cambiando con su otro colega, el sr. Giusseppe; y aprovechaban, que era propiamente a lo que iban, de revisar el casillero de la correspondencia recibida, donde cada alumno tenía su propio apartado con su nombre. Constituía casi una fiesta el encontrar una carta en su propio apartado y prácticamente un rito el pasar al mediodía a mirar "el muro de las lamentaciones" que era como llamaban el casillero del Correo. Cuando alguien encontraba su casillero vacío, lo que significa­ba que ese día no había cartas para él, envidiaba a los compañeros que sí tenían.
         -- Ya te olvidaron -- dijo Felipe, un chileno, diri­jiéndose a José Miguel, el dominicano, al estirar su mano derecha y tomar dos cartas que tenía en su apartado. Felipe no podía disimular la alegría y era que no había mayor alegría para todos ellos en todo el día que encontrar una carta en el casillero del correo. De hecho, todos al regresar de la Universidad solían decir en voz alta --espero tener por lo menos una carta-- entre los apretones y empujones en el autobús. Esa esperanza, por muy remota que fuera, les daba a todos una ilusión especial. Muchos sin embargo, sabían que seguirían encontrando su casillero vacío, pero les era muy placentero hacerse ilusiones cada día como igual de desagradable el no encontrar correspondencia.
         De entre tantas de las experiencias de la vida en Roma, la de la soledad y del olvido era la que más les hacía reflexio­nar sobre el sentido de la vida sacerdotal. Ellos que práctica­mente se habían entregado en cuerpo y alma a sus pequeñas comunidades en sus diferentes sitios de trabajo, sumando desve­los, preocupaciones y sacrificios cada día para realizar una labor pastoral con muy buena voluntad; ellos que habían recibido tantas muestras de amistad y de cariño en los momentos de la despedida de sus amigos y parro­quianos entre promesas de seguir en contacto a través de la correspondencia, para vencer las  distancias geográficas; ellos que habían creído en esas promesas y que habían dado el paso inicial al escribirle a todos apenas instalados en Italia; ellos, ahora sentían que todo aquello no era más que un mero formulismo de gente buena, que les hacían vibrar ante su buena intención, pero que les hacía entender que la distancia no sólo era de continentes. Y esa realidad era para muchos, si no todos, una verdad muy triste, pero no por eso menos verdad.
         Las palabras que Felipe le dijera a José Miguel eran por una parte una broma simpática, pero, por otra, era un vivenciar en carne propia una realidad que todos iban descubriendo poco a poco. Pero, realidad que no solamente estaba referida al plano de la correspondencia escrita, sino a la vida misma ya que eran muy ciertas y certeras las palabras del poeta español Antonio Machado al decir que "Caminante, son tus huellas el camino, y nada más; caminante no hay camino, se hace camino al andar. Al andar se hace camino, y al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar. Caminante, no hay camino, sino estelas en la mar", para concluir con su mismas palabras de que "Todo pasa y todo queda; pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar".
         A pesar de ese descubrimiento, muchos se consolaban pensando que pronto llegaría alguna carta de sus amigos. Pero se iban convenciendo que después de los familiares cercanos, como los propios padres y hermanos, las demás relaciones eran simple­mente convencionales. Nada nuevo.
         -- Es triste, pero así es -- contestó José Miguel -- Llevo dos semanas seguidas que no sé lo que es una cartica. Y eso que le he escrito a medio mundo -- e hizo un gesto con los hombros como de desconsuelo.
         -- No te preocupes, gallo -- dijo entonces el chileno como para animar a José Miguel y que ya sabía lo que se experi­menta­ba y lo invitó a dirigirse al comedor, que quedaba en el piso infe­rior. Al descender las escaleras se les unió el P. Fernández quien los saludó con mucha cordialidad.
         Una vez en la sala del comedor se dispersaron para buscar cada cual su servilleta de tela según el propio número correspon­diente de cada uno. Luego se ubicaron en las mesas que tenían puestos vacíos. En el almuerzo no podía faltar un vaso de vino "rosso" o "bianco" o un vaso de aranciata, según los gustos preferidos entre las tres opciones, o un vaso de agua. Mientras empezaban a servir los encargados de turno, un vaso con cual­quie­ra de las bebidas servía de aperitivo al primer plato que por lo general era uno de la rica variedad de la pasta italiana.
         Mientras tanto iban llegando todos al comedor, separa­dos o en pequeños grupos, de entre los cuales iba precisa­mente Palmeras, quien después de buscar su servilleta se disponía a buscar un puesto libre.
         -- Sentáte aquí-- se oyó de repente en un tono amiga­ble. Era el P. Fernández que se dirigía a Palmeras al ofrecerle la silla disponible de la mesa donde se hallaba sentado. Y se oyó el ruido que hacía la silla de metal con el piso al ser halada.
         -- Es para mí un verdadero placer -- exclamó Palmeras con una sonrisa de satisfacción mientras se dirigía a la mesa indicada.
         -- Pues, no. El placer es para mí-- repuso Fernández al sentirse correspondido en el detalle de su ofrecimiento.
         -- ¡Buon giorno a tutti!-- saludó Palmeras a los otros tres de la mesa a la vez que se sentaba.
         -- ¡Buon giorno!-- contestaron en coro los interpela­dos.
         -- ¿Cómo están Uds.? -- prosiguió el saludo Palmeras.
         -- ¡Bene! ¡Bene! -- Y soltaron una espontánea carcaja­das lo tres aludidos al responder en italiano ya que les parecía mentiras que estuvieran en Italia y sobre todo hablando esta len­gua.
         -- Poco a poco, muchachos -- tomó la palabra Fernández al intuir la causa de las carcajadas -- Ya verán que cuando menos lo piensen ya están hablando perfectamente el italiano.
         En ese mismo momento, uno de los servidores de turno en el comedor, ponía en la mesa la bandeja de la pasta, muy apetito­sa a la vista y más al gusto, junto con una ración de salsa italiana casera y de queso rayado. Por lo general se tenía que servir una segunda bandeja de pasta porque una no era suficiente al paladar latino que comenzaba a saborear de la mesa italiana sus favores y empezaba a comprender también el por qué los italianos eran tan amantes de la mesa, pues, prácticamente la vida del italiano gira en torno a la mesa.
         Se sirvió cada uno según su propio apetito, mientras iban conversando de las impresiones nuevas de la nueva vida.
         En el transcurso del almuerzo, Palmeras le hizo a Fernández una muestra de amistad. Palmeras había salido esa mañana a la ciudad y había comprado para Fernández una cámara fotográfica ya que sabía que éste quería y necesitaba una. Fernández había visto una Pentax con autofocus y se había interesado en comprarla. Se había enterado Palmeras de esa información y no esperó que se adelantara.
         Mientras almorzaban ese día, Palmeras sacó de entre su chaqueta un paquete envuelto en papel de regalos y sin cumplidos lo estiró hacia Fernández.
         -- Oh, perdón -- dijo Palmeras -- me había olvidado --mientras miraba a su amigo -- aquí le mandaron.
         -- ¿Quién?... ¿Qué cosa?-- reaccionó inmediatamente el mexicano a la vez que tomaba en sus manos un paquetico rojo con un lazo de regalo en el centro.
         -- Dijeron que eran amigos suyos...
         -- ¡Qué bien! Pero...
         Y sin misterios empezó a abrirlo. Los cuatro comensa­les restantes no quitaban los ojos al paquete y a las manos de Fernández. El papel su fue rasgando hasta que apareció una caja. El misterio de la sorpresa de todo regalo despertaba expectati­vas en los cuatro, hasta en el mismo obsequiado, menos en Palme­ras que ya sabía el contenido y quien sonreía con picardía. Finalmente, después de abierta la caja, Fernández, enseñaba una cámara fotográ­fica y los de la mesa irrumpieron en un festivo aplauso. Era una Pentax IQZoom date.
        






V

                                                             

         Los lugares en donde todos los residentes del Colegio se encontraban durante el día eran la Capilla a las siete y cuarto de la noche para celebrar la Misa, y en el Comedor, sobre todo en el almuerzo y en la cena. El desayuno cada uno lo hacía a la hora más conveniente hasta las nueve de la mañana que era la hora en que se cerraba el comedor. Durante las demás horas todos los residentes se dispersaban. Algunos salían a conocer la ciudad y los sitios históricos, otros se quedaban en sus habita­ciones haciendo cualquier cosa, como repasando o preparando las lecciones de italiano para la clase de la tarde, o cualquier otra actividad para justificar la mañana.
         Por lo general se reunían en grupos de un mismo país y planificaban una visita a cualquier sitio. Procuraban salir muy temprano en la mañana para que les alcanzara el tiempo de poder estar de regreso al "mezzo-giorno", para el almuerzo. Así lograban ahorrar. En cuanto a los pasajes para el transporte no había ningún problema ya que al comienzo del mes se compraban las "tesseras", que eran una tarjeta especial de transporte. Con esta tarjeta se podía viajar todas las veces que se quisiera durante todo el mes y durante el mismo día. Es una parte de la organiza­ción del transporte en Italia y en Europa. Existía varios tipos de tiquetes que funcionaban como pasajes. De manera que se compraba el que más conviniera según la necesidad. Cada tipo de tiquete tenía su tiempo de duración. Lo había el que duraba todo el día, o una hora y media, o sólo cada vez que se utilizaba el servicio de autobús, o toda la semana, o todo el mes. Para el que tenía que hacer varios viajes en un mismo día era más práctico el último, que valía veintidós mil liras. Así se evitaba la incomodidad de andar con dinero suelto para pagar el pasaje cada vez que se utilizara el servicio de autobuses. 
         Aún cuando pareciera fácil burlar el sistema del transporte había una sanción de cincuenta mil liras a quien pilla­ran viajando sin tessera. Había un sistema de especie de policía de transporte que se encargaba de exigir a los usuarios su cumpli­miento. De manera que todos los pasajeros apenas se subían a un autobús registraban su tiquete en una máquina que llevaban los mismos, en el caso de portar el tique sencillo. Si se portaba la tessera del mes completo no había que hacer ninguna operación, sólo acomodarse en medio de empujones en el autobús, que siempre iba repleto.
         La gente lo hacía con un sentido de responsabili­dad impresionante. Sin embargo, en ciertos días del mes solían subirse de improviso los policías del transporte y mientras el autobús seguía su marcha iban solicitando a cada pasajero su tessera. Si alguno, por descuido o por astucia, no indagaban la causa, no portaba ningún tipo de tessera tenía que pagar cin­cuenta mil liras inmediatamente, y si no llevaba dinero, al detenerse el bus lo llevaban a un carabinieri para que sirviera de testigo. Además del bochorno público, por supuesto. No dejaba de existir, sin embargo, gente que tenía sus maneras de viajar sin tesseras, porque así como en toda sociedad existen leyes también existen quienes se ingenian la forma de burlarla.
         Algunos de los latinoamericanos se quedaban sorprendi­dos por el sentido del deber de los ciudadanos en Roma. Y hasta se reían socarronamente al pensar en la posibilidad de un sistema similar en sus países en donde la conciencia ciudadana era totalmente diferente.
         Todos los estudiantes residentes del Colegio Pío Latino Americano, como los de los demás Colegios de Roma, utiliza­ban el sistema de tessera de mes. Era más práctico y a la larga salía más barato.
         En ese mismo tiempo existía el Colegio de los Legiona­rios de Cristo, también en Roma. Estos tenían una su propia manera de comportarse. Siempre andaban vestidos de negro con vestimenta netamente clerical. Por lo general andaban en grupos de tres y no trataban con otros que no fueran entre ellos. En la Universi­dad Gregoriana, en los recreos, se paseaban en los pasi­llos en grupos y no saludaban a nadie. Parecía que les estu­viera vetado hablar con otros que no fueran de su grupo. Daban la impresión de ser una especie de secta aparte, con mentalidad de ser los puros y los elegidos, en que el trato con otros significaba trato impuro. Lo más curioso era que eran simples seminaristas. Nunca se les veía utilizar el servicio de trans­porte interurbano y por el contrario siempre viajaban en sus propios autobuses privados de color gris como gente de clase aparte. Prácticamente eran muy mal mirados.  Y existía razones para ello.
         En el comedor del Colegio Pío Latino ese era el tema preferido de todos los días. Y de eso estaban hablando precisa­mente en el almuerzo del día siguiente del obsequio de Palmeras a Fernández.
         -- Son gente muy rara -- apuntaba en la conversación un Barquisimetano -- Da risa. En la Universidad no saludan a nadie. Uno se puede tropezar con ellos y ni siquiera lo miran.
         -- ¿Quiénes? -- preguntó el costarricense que se imaginaba de quienes se trataba pero que quería cerciorarse.
         -- ¡Los Legionarios de Cristo!...
         -- Esos que andan todo el tiempo vestidos de negro y con cuellito -- intervino un colombiano haciendo referencia al distintivo clerical.
         -- ¿Y es que ellos no son los del "Opus Dei? -- señaló otro venezolano que estaba en la misma mesa.
         -- Casi... pero... de la misma familia... prácticamen­te...
         De hecho en la forma de vestir eran inconfundibles los del Opus Dei de los Legionarios de Cristo. Pero no está la diferencia de una persona en la manera de vestir sino en su apertura humana. Y los segundos tenían fama de ser una organiza­ción fuera del acontecer histórico. Tenían su origen en México y llevaban un estilo de vida externo, según lo que se podía observar, fuera del contexto de una realidad latinoamericana. Para empezar el hecho de que fueran simples seminaristas y llevaran vestimenta clerical ya los hacía vivir desplazados de la misma realidad. ¿Cómo era posible que les dejaran llevar distintivo de sacerdotes si realmente no lo eran? ¿No sería manifestación de un deseo de distancia y de grandeza? Por otra parte, la realidad mexicana y latinoamericana del sacerdote no consistía en una élite o clase social. Latinoamérica no necesi­ta­ba sacerdotes que anduviéran todo el tiempo impecables ni muchos menos sacerdotes a quienes habría que rendirle pleitesía u homenajes. Era verdad que el sacerdote es el representante de Cristo en la tierra, es una persona consagrada por Dios para servir a los hombres, según la definición del Concilio Vaticano II, que a través de él y de su ministerio Dios, y especialmente Jesucristo, se hace presente en las acciones de la vida por medio de los sacramentos, de una manera más palpable, según la dimen­sión de la fe, con la fuerza vivificante del Espíritu Santo, pero no por esa razón había que colocarlo en un nicho social especial. Esa visión ya estaba superada, más en América Latina en donde el pueblo no necesitaba tanto de distanciamientos absurdos, que en un tiempo sirvieron a una Iglesia con criterios de reino terreno. No consistía en eso la visión de la Iglesia de finales del siglo XX. Además, ¿dónde había quedado, entonces, la apertura del Concilio Vaticano II? ¿No sería aquello una especie de retroceso?
         Era verdad que la imagen del Sacerdote necesitaba una redimensión en el sentido de rescatar el ser signo ante el mundo, pero ¿ el signo apropiado era el de una élite?  Estas y muchas ideas similares invadían de repente a muchos.
         -- A mí me parece que hacen bien en que vayan y se comporten como lo hacen -- repuso Palmeras en la mesa siguiente en donde también se hablaba del mismo tema.
         -- Sí, pero... me vas a perdonar... pero yo no estoy de acuerdo contigo -- contestó inmediatamente Fernández, quien se hallaba en la misma mesa. --Fíjese que -- continuó -- que yo soy mexicano y conozco mi realidad...
         -- Pero, ¿no cree Ud. que es necesario que el sacerdote se identifique como tal en la calle? -- refutó igualmente Palmeras quien era amigo de vestir al estilo que estaba defen­diendo.
         -- Claro que sí, pero no como para que le hagan reveren­cias...
         -- Pero, ¿quién está hablando de reverencias?...
         Toda la conversación siguiente transcurrió en esa línea de desacuerdos, que se podría encontrar contradictoria. El de más edad no comulgaba con la idea de aparentar diferencias sociales y el más joven se mostraba favorable. El primero veía que en vez de ser signo de servicio y de presencia de Dios en el mundo podría ser, por el contrario, entendido como estar apartado del mundo, cosa que era verdad, pero que a la vez era crear barreras. El segundo, por su parte, veía como una falta de valentía el no hacerse sentir socialmente en el mundo y le daba importancia al hecho del vestido. Aquel insistía que no sólo consistía en la ropa sino en la apertura y que a quienes hacían referencia la ropa reflejaba  el deseo de vivir cerrados a la sociedad en donde vivían. Este consideraba que era importante que se viera que de hecho ahí estaba la diferencia.
         No trataban, sin embargo, de imponer en el otro su manera de pensar, sino de intercambiar opiniones, que eran desde todo ángulo diferentes. Eran sus propias maneras de pensar y ambos las exponían líbremente y ambos las escuchaban sin querer que el contrario dejara de pensar como pensaba. Se respetaban los criterios mas los expresaban y su convivencia era posible.
         Volvía a hacerse palpable una vez más la idea de Antonio Machado de "caminante, no hay camino, se hace camino al andar". Ambos como que intuían en el fondo esa verdad y la vivían real­mente. Ninguno le exigía al otro que pensara de igual manera, tal vez, porque comprendían la grandeza de que todos estamos en lo cierto y porque todos los caminos son "caminos", precisamente, y porque, además, todos son valederos...
         Cuando en una relación interpersonal cada una de las partes es más persona se puede decir que es una verdadera relación. Cuando una de las partes quiere imponer sus propios criterios, cuando sólo valen las ideas de uno de los relacionan­tes y relaci­onados, cuando el otro se siente menos porque uno es el que lleva la razón, aún cuando la tenga; cuando las opiniones de uno de los dos no son tomadas en cuenta, ni siquiera escucha­das, se puede decir que no es una auténtica relación. Ya que relación supone dos personas que se comunican. Y comunicarse es darse a conocer. Y darse a conocer es expresar sentimientos, pensamientos, actitudes, gestos y muchos otros detalles que suponen la apertura de quien se comunica y la aceptación de quien atiende. Aceptación que no significa tanto crítica, ni mucho menos, sino capacidad de escuchar. Es, precisamente, com­prender que todos los caminos son interesantes. Y es descubrir que los caminos de los otros son más interesantes porque son distintos de mi camino. Es la experiencia de la relativización hasta del propio pensamiento y hasta la inseguridad de que se piensa, y, más aún, de que lo que se piensa es justo o verdadero. Pero eso supone madurez humana y un gran sentido de apertura. Mucha gente adquiere esa virtud con los años. Otros poseen ese don por naturaleza, pero las canas, los años y la experiencia no son la garantía de poseerla.
         Es la actitud propia del verdaderamente sabio y la verdad del propiamente místico, porque entre estas dos dimensio­nes de la vida y frente a la vida, no hay ninguna diferencia. El ver­daderamente sabio relativiza hasta su propio pensamiento y ni siquiera tiene la idea de que es sabio, porque la sabiduría no es la sensación o la seguridad de serlo, sino serlo simplemente. Al sabio no se le pregunta si es sabio porque si dice que sí ya deja de serlo, precisamente porque ni siquiera piensa que él sabe o piensa. Simplemente lo es. E igual sucede con el místico. Ni siquiera tiene la sensación de que es místico y no se preocu­pa en serlo o demostrarlo, simplemente lo es. Y como ambos relativi­zan hasta sus propias experiencias viven abiertos frente a las situaciones de la vida misma. Y ambos tienen una misma actitud ante la vida. Actitud de apertura, de redimensión de todas y cada una de las pequeñas verdades de la existencia. El sabio vive asimilando de cada detalle verdades nuevas y todo le es novedoso. El místico vive redimensionando cada situación y cada aconteci­miento de la vida porque todo está precisamente en clave de dialéctica. Cada cosa nueva ya es vieja en sí misma e invita automáticamente al descubrimiento nuevo de lo nuevo porque hasta lo viejo ya es el elemento nuevo de ese eterno encuentro, que nunca termina porque es un círculo vicioso. Y de allí que el sabio y el místico sean ya una misma persona. Porque una realidad supone o lleva a la otra con la base de la expe­riencia vital de que todo es y no es a la vez.
         Pero no son suficientes ni los años de vida, ni la experiencia, ni el mucho saber, sino la actitud o capacidad de dejarse maravillar e impresionar de la novedad de la vida misma, en la que no hay cosa insignificante, porque hasta lo insignifi­cante ya adquiere valor de grandeza. Precisamente, porque se está en clave y en dimensión de apertura. Mas no en apertura conven­cional sino existencial, interna, profunda y en sintonía con lo más íntimo del ser mismo. En definitiva, en plena y total comuni­cación con el todo y la nada de nuestro propio ser, que es y que no es al mismo tiempo, y que supone una fuga constante en un permanente encontrar.






VI

                                                             

         En los días inmediatos había comenzado oficialmente las clases en todas la Universidades e Institutos Pontificios de Roma. Todos los residentes del Colegio Pío Latino Americano comenzaban a realizar sus ideales al ir a Roma al hacer realidad sus aspira­ciones de estudios. Cada cual había escogido la especialidad según sus inquietudes.
         Todo era ya trajinar estudiantil: horarios, apuntes, fotocopias, secretaría y un sin fin de actividades propias de estudiante universitario, como levantadas más tempranos y propósi­tos de hacerlo bien, que con el tiempo iban perdiendo un poco de intensidad por la familiaridad con el ambiente.
         En medio de la alegría de encontrarse realizando sus aspiraciones de estudio, todo empezaba a adquirir un nuevo sentido. Ya la ciudad comenzaba a sentirse cercana; las calles ya no eran tan lejanas como en los primeros días; los autobuses y los empujones para subirse a o permanecer en ellos empezaban a tener su valor; las idas y venidas tenían su razón de ser.  Todo iba adquiriendo poco a poco su auténtico valor y la alegría de la experiencia de sentirse realizado iba invadiendo a cada uno de los residentes del Pío Latino Americano, quienes ya sólo hablaban de estudios, de puntos de vistas, de opiniones teológi­cas, de enfoques y de fundamentos teológicos.
         En los primeros días todos sentían nostalgias por sus países, en parte porque no habían entrado de lleno a las activi­dades y tenían mucho tiempo de ocio. Ahora, ya ni se acorda­ban de ellos, por lo menos con la nostalgia del principio.
         Algunos, además de las actividades universitarias, realizaban, algunas deportivas, diariamente, según la disponibili­dad de los propios horarios. Por lo general, después del almuerzo se organizaban juegos de basketball o football y casi siempre eran los mismos jugadores para los dos deportes. Las actividades deportivas los hacía rejuvenecerse y los mantenía más alegres.
         En esos días del mes de noviembre, ya cuando todo era libros, Universidades, Bibliotecas, planificaron un encuentro de football ( calcio) contra el Pontificio Colegio Español que quedaba cerca del Pío Latino Americano. Aquel encuentro deporti­vo atrajo la atención de todos los residentes de ambos colegios.
         Todos los años se jugaba football entre estos dos colegios y existía ya una especie de rivalidad deportiva. El año anterior el Colegio Pío Latino Americano había caído frente al Español con un resultado de catorce goles a uno. Y todos los antiguos hablaban de esa derrota como de una vergüenza. Los españoles, por su parte, tenían motivos para estar seguros. El encuentro se había definido para un jueves en la tarde, día en que la Univer­sidad Gregoriana no había actividades fuertes, y, en la Lateranense había actividades especiales.
         Los del Colegio Pío Latino Americano iban con plena conciencia de la superioridad de los Españoles, pues todo les era favorable. Ellos practicaban todos los días en la cancha grande, mientras que los latinos jugaban en una cancha de basketball en la que las medidas eran muy pequeñas. De manera que en cuanto a condiciones físico-técnicas tenían ventajas los españoles sobre los latinos. Además el más joven del latino tenía treinta años de edad, mientras que de entre los españoles había algunos seminaristas que no llegaban a los veinticinco. En las carteleras de ambos colegios se colocaron sendos carteles de propaganda del encuentro de football. Era todo un gran acontecimiento.
         Llegó la hora del encuentro. Cuando los jugadores latinos salieron de su Colegio todos los demás les desearon suerte. La necesitaban. Al llegar los latinos con su camiseta roja que los distinguía ya el equipo español estaba en el terreno deportivo haciendo calentamiento. Algunos de los lati­nos, sino todos, sintieron un frío de repente en sus cuerpos.
         Después de los saludos, de algunos toques de calenta­miento de balón, de algunas condiciones y de algunas fotografías porque el encuentro era importante para ambos colegios, el Rector del Español dio el saque inicial con el que quedaba declarado abierto el juego. La oncena de los latinos había quedado distri­buida en dos argentinos en la mitad de la cancha, pero más a la defensiva que al ataque; en la defensa, un mexica­no, un venezolano, un colombiano y otro argentino; en la arque­ría, un colombiano, y en la delantera, un colombiano y un venezolano.
         Carreras, gritos nerviosos, respiraciones agitadas, palabras de aliento y tensión era el denominador común tanto de jugadores como de espectadores en los primeros minutos hasta que el primer gol vino de parte de los latinos para ponerlos en ventaja momentánea desde el comienzo del juego. La jugada del gol la inició un colombiano desde la mitad de la cancha en un pase a un argentino que no dudó en atinar un puntapié al balón que salió como una bala de proyectil imparable hacia la red española desde cerca de las diez y ocho yardas. Pero a los escasos minutos un balón en la red latina hizo experimentar a éstos que en el juego no existe alegría duradera sino hasta el segundo final.
         Las acciones se emparejaron hasta el inicio del segundo tiempo en una ligera y angustiante ventaja de los españoles de tres goles a dos. Los dos goles latinos habían sido anotados por dos argentinos. Y entre voluntad de jugar y buenas jugadas lograron los latinos hacer el gol del empate a tres, y, el gol de la diferencia, para quedar vencedores en un resultado de cuatro a tres sobre los españoles. Los dos goles definitivos los anotó el delantero venezolano, quien demostró una velocidad impresio­nante y un juego de cintura excepcional.
         Aquella victoria fue una gran sorpresa para los españoles quienes no esperaban el triunfo latino y una gran alegría para éstos.
         La noticia del triunfo y junto con ella las felicita­ciones la hizo el P. Fernández en el comedor a la hora de la cena de ese mismo día. El P. Fernández había asistido al encuen­tro y había llevado la cámara fotográfica donde la estrenó. El aplauso y el urra no se hicieron esperar. Las hermanas religio­sas de la cocina se unieron también a la alegría de todos y ese día dieron una cena especial porque era fiesta para el Colegio Pío Latino Americano. El Rector dijo unas palabras de aliento a los jugadores y todo era felicitaciones. El jugador más vitorea­do era el de los dos goles decisivos, a quien le echaban bromas con el término de "el goleador".
         Pero la alegría más grande fue al día siguiente cuando el P. Fernández expuso en la cartelera todas las fotografías del encuentro deportivo. En ellas se podía imaginar el desenvolvi­miento del juego. Las fotografías plasmaban muchas de las jugadas. Y si el encuentro había sido una gran hazaña por parte de los latinos las fotografías del juego eran, sin duda, un gran trabajo del P. Fernández, que merecían el justo reconocimiento.
         De manera que, por una parte, los jugadores eran felici­tados por el juego, ya que el resultado se sabía y las fotogra­fías lo evidenciaban, y por otra, todos felicitaban también al fotógrafo, quien con su manera tan silenciosa pero efectiva se estaba ganando el cariño de todos.
         Palmeras se sentía muy orgulloso del regalo que le había hecho al P. Fernández, pues empezaba a comprobar que no  había sido infructuoso. Y en bromas le decía:
         -- En el próximo encuentro de football me voy a poner mi traje deportivo para que Ud. me tome algunas fotografías. ¿Acepta? -- le decía y sus ojos brillaban con una picardía especial.
         -- Con mucho gusto ...
         Palmeras lo decía en parte satisfecho y contento de Fernández, pues si había sido una proeza que los latinos le hubieran ganado a los españoles, más espectáculo hubiera sido el que Palmeras se hubiese puesto un traje de deportes. Hubiese sido ver una pelota en pantalones cortos. Todos, sin embargo conocían a Palmeras, y sabían que era una persona sin prejuicios y suponían que sin ningún reparo se hubiese colocado el traje de jugar football, no sólo para la fotografía, sino hasta hubiese jugado si se lo hubieran requerido.





VII

                                                             

         La paz mundial se hallaba en esos días amenazada. Irak que había invadido a Kuwait era fuertemente criticado por todos los países del mundo comandado por los Estados Unidos de Norte­américa que utilizaba el pretexto de defender los intereses de la justicia al exigirle a Irak que se retirara de  su país vecino. Pero se trataba de defender más las propias ventajas que las ajenas.
         ¿Que los Estados Unidos de Norteamérica se había vestido el traje de los héroes de las películas para hacer el bien? Pero, ¿el bien del héroe o del "injusticiado"? Pareciera que el héroe tenía mucho que perder si la justicia la aplicaba otra mano distinta de la suya. De allí que al pretenderse hacer la justicia se temía que el acusado pudiera resultar el acusador como pareciera verse en esos días. Y podía preguntarse como inquietud, nada más, ¿justicia o injusticia?, ¿el acusado sería ajusticiado o injus­ticiado?
         En todo caso tal situación tenía al mundo en ascuas. Ninguna de las partes quería dar el brazo. Uno se aferraba a sus creencias religiosas para defender sus derechos y el otro a sus potencias militares y públicas para justificar sus acciones. Y todo se trastocaba, porque la creencia religiosa se convertía en la mejor arma de guerra para el primero y la potencia militar y pública se iban debilitando para el segundo que veía que la convicción del adversario estaba alcanzando niveles de una guerra vista como santa.
         Y con ello parecía estar todo el escenario preparado para la repetición del eterno acto de la guerra sobre el eterno teatro del mundo. La misma historia. Lo nuevo eran la escenogra­fía y los actores, y por supuesto, las dimensiones, porque ahora serían en tercera y en cuarta. Los actores serían de la misma herencia de todos los actores de siempre: los políticos, quienes ejecutarían los papeles importantes, y los militares, quienes harían el resto. Los aplausos siempre para los actores principa­les, pero sin comprender quiénes son más estúpidos si los militares que no tienen cabeza para pensar por sí solos y comprender que están siendo manejados; o los políticos quienes se sienten importantes y con deseos de megalomanía. Alguien ha dicho que quienes escogen la vida militar son gente sin persona­lidad que no saben pensar por sí mismos y prefieren que otros decidan por ellos. Además de ser la vida militar la peor mafia social que pueda existir que con pretextos de amor a la Patria sacrifican vidas sin ninguna compasión. Las madres deben ofren­dar a sus hijos o las esposas sacrificar al padre de sus hijos y esposo en aras de unos intereses patrios absurdos. Si alguien de vida militar activa se quiere retirar del ejercicio o tiene algún pensamiento político distinto del gobierno de turno es considera­do un rebelde. Porque hasta les está vetado  tener opiniones propias.
         Los espectadores siempre los mismos: la humanidad. Y sin saber cuál de las tres partes es más estúpida todavía, si los políticos, a quienes se les sube el poder a la cabeza tocados con aires de omnipotencia; o los militares, que simple­mente son los juguetes sin voluntad ni criterios de los semidio­ses del mando; o la humanidad misma, que engendra a los políti­cos y a los militares, y que no es capaz de desautorizarlos con una crítica sin compasión para que pasen como hombres sin corazón por el mundo.
         Y esta es la eterna trama de la historia de la humanidad. La mitología ya lo plasma: los dioses que se entretienen con las luchas de los humanos  guiados con la audacia de los semidioses.
¿O es que será que los políticos son la representación de los semidioses? Y los demás pertenecen al común de los mortales.
         El teatro es el mismo: el mundo. Sólo cambia la es­cenografía. Así se ha interpretado el mismo acto con palos y piedras, en las primeras actuaciones; después con flechas y espadas, armaduras, con caballos, con elefantes o con dromeda­rios; con balas perdidas y balas con dedicatoria; con tanques blindados, con aviones, con buques; y para la presente actuación se anunciaban incontables modalidades, que con toda seguridad los espectadores recibirían con ovaciones, como se han recibido en cada actuación las modalidades de cada nueva interpretación.
         Cabía preguntarse: ¿será que la guerra es un aconteci­miento natural histórico-social? ¿Será que así como suceden los terremotos, los volcanes y todas las erupciones naturales de la tierra, que son escapes de gases, así la guerra es un escape natural de la historia de la humanidad para liberar las tensio­nes sociales? De ser así, entonces, ¿por qué se enjuicia negati­va­men­te a los actores de ella si son simplemente los realizado­res de un programa natural de la historia? ¿Por qué crear el premio de la paz si podría ser más bien un oponerse al plan establecido por la naturaleza?, o, ¿el premio de la paz es parte del acto o un nuevo detalle de la nueva interpretación para hacerla más emocio­nante y poder aplaudirla con más furor y deleite para llegar si es posible al éxtasis?
         La idea de la trama es la misma: ser dueños del mundo. Sólo cambia el motivo, que puede ser ideológico, religioso, político, económico, cultural o racial. Cada guerra ha tenido su propio tinte. Y en el caso de U.S.A.-Irak era económico disfra­za­do de justicia.
         Pero la peor ironía de la guerra es que hay un cuerpo de médicos y de para-médicos para atender a los heridos. Si la intención es eliminarse el uno al otro, ¿por qué no dejar, entonces, que lo consigan realmente? Si algún soldado resulta herido en algún encuentro lo restablecen y lo vuelven a mandar al campo para que sea eliminado definitivamente. ¡Qué gran ironía! Y después los honores post-mortem porque han caído con dignidad y heroísmo y estos son los absurdos y los sin sentidos de este juego mortal sin retorno. Y pensar que toda la historia de la humanidad consiste mayormente en relatar los acontecimien­tos de las guerras de los pueblos, de manera que el pueblo que más guerras ha tenido es el que más historia tiene.
         Se añade a esa ironía la de la Iglesia. Con toda seguridad ambas partes tienen sus capellanes militares que acompañan a los soldados en el campo de batalla, para darles los últimos auxilios a los heridos moribundos. Es decir los cañones y las balas se encargan de eliminar a los hombres y los sacer­dotes de  despacharlos con el tiquete para la vida eterna. ¿Por qué las Iglesias locales no suspenden el servicio de capellanes militares en tiempos de guerras a los ejércitos deliberantes? ¿No sería esta una manera de hacerse sentir ? ¿O es que las Iglesias locales tienen que estar sujetas también a la voluntad del Estado y en concreto de los militares? ¿No será, por el contrario, el servicio de capellanía militar en tiempos de guerra una especie de sujeción al ejército? ¿La Iglesia al servicio de la humanidad? ¿Pero la máxima expresión de "humani­dad" es el Estado como poder?
         No se niega, sin embargo, que el origen de la guerra es, sin duda, la negación de un derecho debido a un pueblo. Pero, ¿todas las guerras han buscado la restauración de los derechos? ¿En la última guerra, por ejemplo, Hitler qué derechos buscaba? ¿Los de la rasa aria en detrimento de las demás por ser precisa­mente diferentes expresiones del mismo género humano y que eran vistas como inferiores? ¿O es que existen razas ejem­plares perfectas? ¿En la guerra del Vietnam, qué derechos buscaban los Estados Unidos de Norteamérica en tierras lontaní­simas de sus fronteras? ¿Y en la guerra que se avecinaba, qué derechos estaban buscando los Estados Unidos de Norteamérica? ¿Los Estados Unidos se había vestido el traje de la justicia para aplicar el derecho? Pero, ¿cuál derecho? ¿El derecho de cuál de las partes?
         Todo parecía estar preparado para la nueva interpreta­ción del mismo acto de la historia de la humanidad. No se sabía qué podría hacer falta para que empezara la función, porque todo estaba a punto.






VIII

                                                             


         Mientras la suerte y la paz del mundo pendían de una bala por entonces sin disparar, pero a punto de dispararse, por encontrarse todos armados y bien ubicados los blancos enemigos por ambas partes, la gente se preparaba a celebrar una vez más la festividad de la Navidad. Una vez más en todas partes se colocarían campanas rojas, arbolitos de navidad, diversas representaciones del nacimiento del Niño Jesús en Belén, y todos tendrían a flor de labios, como en un rito mecánico, el feliz navidad y el feliz año nuevo.
         Existía la posibilidad de que las partes deliberantes en la guerra que se ventilaba se dedicaran balas y bombas pintadas con un Santa Claus o con el niño Jesús para desearse buen tiempo. Tal vez la dedicatoria podría decir: "Que el misterio del Dios hecho hombre en el portal de Belén te conceda mucha paz y felicidad". Pero debajo de la palabra "paz" se podría leer, quizás, en tacha-dura, "eterna". Y se podría entender el buen deseo ya que estar en la presencia de Dios está conside­rado como la máxima paz del hombre, y un benefactor quien le desee esa paz, con el buen propósito de despacharlo lo más pronto posible para hacerlo partícipe de ella sin mayores tardanzas, y sobre todo de despojarlo del pedazo de tierra que se peleaba, que era lo más importante.
         Los alumnos del Pontificio Colegio Pío Latino America­no a mediados del mes de diciembre experimentaban una nueva vivencia de "la experiencia romana" al prestar sus servicios en algunas parroquias de Italia. Algunos se habían quedado en la misma Roma, otros fueron al Norte, pero todos habían vivido la experien­cia más rica de todo el tiempo en Italia: el encuentro directo con el pueblo italiano, con su cultura, con su lengua, con sus costum­bres, con su historia.
         Después de quince días de descanso y de labores parro­quiales todos habían regresado contentos y renovados. La Univer­sidad y los libros daban la oportunidad a la experiencia de enseñar. Al regreso, prácticamente todos decían, que los mejores días de la estancia en Italia habían sido los transcu­rridos en medio del pueblo italiano en el tiempo de la Navidad. De hecho, en la vida de la persona humana la enseñanza que más marca es la que se vive en el corazón. No se puede negar que los libros y las grandes ideas elevan el espíritu y cultivan el alma, mas el contacto humano en el trato personal personalizan y humanizan, pues al fin de cuentas lo primero está en servicio de la persona como ser social.
         No se trata tampoco de darle más importancia a una verdad que a otra. Las dos se complementan. Así el hombre que es sólo libros sin el mínimo contacto humano, por muy elemental que sea, pierde la auténtica dimensión de su ciencia. No se puede negar que todo el saber del hombre está en función de elevar la calidad del trato humano en las relaciones sociales. Dedicarse a los libros sólo por el hecho de que el trato con la persona le empobrece ya es vivir la mayor pobreza intelectual, pues el centro del estudio y la clave de la comprensión es el hombre mismo, y éste en dimensión de comunicación interpersonal.
         Con toda la riqueza que puedan contener los libros y con ellos sus ciencias la mayor de todas es la del contacto interpersonal. Porque el hombre es «un ser social» y se desarro­lla íntegramente como persona en apertura y en contacto humano. Todo el saber se dirige al hombre como el centro mismo de la especu­lación. El eterno planteamiento de el «de dónde venimos» y el de «a dónde vamos» está, en resumida cuentas, orientado a dar razón de ser a la existencia misma del hombre, o por lo menos, a intentar buscarle explicación a la vida.
         Las ciencias, cada una en su especialidad, están en función de mejorar el conocimiento de la naturaleza para elevar con ello y desde los descubrimientos la calidad del hombre, sea material o espiritualmente (aunque no es muy acertado hacer esa diferen­cia, ya que el ser humano es la fusión de los dos reali­dades, y no una y otra).
         En esa misma línea antropocéntrica se sitúa también, y con mayor razón aún, la experiencia del saber teológico, que no es otra cosa que la respuesta a los mismos «por qué» humanos desde una dimensión de fe, en la que el fundamento es la Palabra de Dios (Sagrada Escritura, Tradición e Historia, como lugares teológi­cos).
         Pero ese «saber teológico» se experimenta en una doble dimensión. La primera, y la clave misma, es propiamen­te el encuentro personal con la experiencia de Jesús Resucitado que nos abre a la realidad del otro, Dios y el prójimo en una misma realidad y manifestación, y, la segunda, como consecuen­cia, que es el ardiente deseo de querer asimilar intelectualmen­te y sobre todo razonadamente el hecho mismo de la apertura al «otro». Y en donde el «otro» es el centro (Dios, y el hombre como «imagen y semejanza suya»).
         La fe como tal no pone obstáculos. Es simplemente el «impacto» del creer y quedar maravillado por el misterio de la Resurrección (vida nueva). Mas el intento de su comprensión puede, de hecho, no adelantar o añadir nada en la dimensión de la apertura existencial.
         Conocedores de esta notable diferencia los alumnos-residen­tes del Pontificio Colegio Pío Latino Americano solían tener su propia experiencia pastoral fuerte en Navidad y en Semana Santa en toda la extensión de Italia, a nivel de Parro­quias. Y en estos contactos de experiencia cristiana se descubre que las profundi­dades del intelecto por querer comprender los misterios del misterio de la vida se enmudece ante el hecho más importante de la existencia, como lo es la relación del tú a tú (faccia a faccia) de la que nos ha hecho capaces el creador.
         No importa tanto el comprender el misterio de la vida sino el «intuir» el misterio como tal. Intuición que exige como condición la dimensión de «apertura». En la que «nada se sabe» y de la que «de todo se aprende» y sobre todo, de todo «se maravil­la». En la que un pensa­miento teológico agudo puede descifrar los enigmas pero en los que un parpadear de luz intuitiva, en frac­ciones de segundos, saborea las profundidades mismas de la gracia y el don del creer, y, agradece enmudecido las maravillas de Dios «en el otro» y como «el otro», para admirar igualmente lo cercano y lo lejano del misterio.
         En el que la persona humana es el centro, en el que Dios se manifiesta y se descubre. Escondido y accesible, a la vez.
         De lo que se deduce que una verdadera teología sin la dimensión del contacto con el ser humano, es decir, en dimensión pastoral, deja de ser verdadera teología para convertirse en un estudiar teología. Porque la verdadera teología se vive, no se estudia.
         De esto eran conscientes los alumnos-residentes del Pontifi­cio Colegio Pío Latino Americano, quienes volvían de cada experiencia pastoral (dimensión humana de apertura en clave de fe) gozosos de la experiencia del Jesús Resucitado. Algunos expresaban con alegría que después de estas experiencias «se sienten sacer­dotes», es decir, vuelven a vivir su vocación. Precisamente porque la fe es la experiencia del impacto del Jesús que resucita (siempre en clave de eternidad: Jesús que muere eternamente en la cruz y el Padre que eternamente lo resucita, es decir, una acción que no cesa. ¡Es un misterio!, sin duda). Pero maravilloso...

         Esa experiencia la vivenciaban, una vez más, los alumnos del P. Colegio Pío Latino Americano al colaborar en algunas parroquias italianas. La gran mayoría se sentía satisfecha de poder prestar ese servicio ya que era una maravillosa oportuni­dad para revivir el encuentro con el pueblo de creyentes porque le hacía sentirse lo que era: sacerdotes. Algunos al comparar con la experiencia de la Universidad pensaban que nunca es superior esta a la del contacto con la gente. Y hasta sentían pena de volver a Roma a seguir sus estudios. Se podían consolar al pensar, sin embargo, que el contacto con el pueblo italiano era debido gracias al hecho de estar estudiando en Roma y con ello le daban sentido a la Universidad y a los estudios. Algunos encontraban una gran distancia entre la vida intelectual y el contacto con la gente y hasta no erraban al pensar que la vida del intelectual europeo, sobre todo, de los teólogos, es como un escape de la vida real. La gran mayoría consideraba que era una bendición de Dios el hecho de estarse en Roma sólo dos años para estudiar, pues descubrían que es muy distinto el mundo intelec­tual europeo de la realidad concreta de América Latina. Así, muchos se fastidiaban en las discusiones sobre el misterio de la Encarnación, de la Santísima Trinidad, no porque no fuera importante hablar de esos temas, sino porque comprendían la gran inutilidad para la labor a desempeñar en sus respectivos países. No sucedía igual con los propiamente europeos quienes vibraban con gran facilidad al hablar al respecto. Aunque no se negaba la importancia del dogma y del Magisterio, pues por eso se estaba en Roma...
         Y aquí estaba la diferencia que muchos encontraban en lo cultural entre Roma y sus países. Roma y su ambiente eran dados con mucha facilidad a descifrar los grandes misterios metafísi­cos, mientras que para los Latino americanos, estos mismos temas eran interesantes pero no constituían parte de lo primordial. Y era fácil comprender la causa de la diferencia. Los europeos vivían muy bien, tenían estabilidad económica, realidad que era diferente en América Latina. Pero no sólo eso, sino que eran maneras diferentes de enfrentar la vida. Los europeos eran más dados a repetir discursos teológicos mientras que los latinos eran más inclinados a buscar a Dios en la realidad de la vida misma y por consiguiente más teólogos ya que Dios y la realidad no son dos entidades diferentes ni mucho menos opuestas.
         Era fácil descubrir en una conversación quienes eran europeos y quienes latinoamericanos o indios o africanos. Los primeros sólo hablaban de temas tales como el plan de la mente de Dios, o de si la encarnación era la máxima  manifestación de Dios mismo al mundo en la perfecta autocomunicación de sí mismo; mientras que los segundos hablaban de temas triviales y sin ninguna importan­cia o de sentido metafísico. La diferencia no estaba en que éstos no tuvieran la capacidad intelectual para conversar sobre los mismos temas de aquellos sino en que las realidades sociales, políticas y económicas, no culturales porque todas son iguales como expresiones de la misma realidad del hombre, eran sencillamente diferentes. Y si a aquellos les emocionaba los temas metafísicos y teológicos a éstos, aunque también, no les decían gran cosa sino que eran una parte del pensum de estudios y no como para discutir sobre misterios indescifrables sin solución, que era al fin y al cabo la idea de todos los profeso­res después de sus cursos de estu­dios académicos.
         Palmeras había ido a trabajar a la Diócesis de Bres­cia, Lombardía, a la parroquia San Francisco de Asís, de Pedro­ka. Esta era una parroquia de 1.000 habitantes. Había sido para él una muy buena experiencia. Mientras que Fernández se había quedado en el Colegio. De hecho no necesitaba salir a colaborar en ninguna parroquia. Su tarea era la de ser superior en el Colegio y tuvo que prestar sus servicios en llevar a un alumno del mismo a su tierra natal de regreso el 23 de diciembre. El cambio de horario, por una parte, y, el clima, por otra, no le habían asentado absolutamente en nada a este alumno y se encontraba enfermo y por consiguiente incapacitado para continuar los estudios en Roma. De manera que no había más alternativa que volver a su tierra, con mucha tristeza para los restantes.
         Y ese era el tema de conversación en los primeros días de enero al retorno a las actividades normales. Todos veían el caso con mucho dolor y no se extrañaban en nada pues algunos habían vivido en carne propia la fuerte experiencia de los primeros días de Roma. La diferencia entre ellos y el compañero enfermo había sido en que ellos con dificultad se habían hecho al cambio con lentitud mientras que él se había tomado muy a pecho la nueva realidad y quería asimilarla forzadamente, que perdió la lucidez. Además, que los primeros siempre expresaban sus sentimientos y estados de ánimo y hacían bromas de sus situacio­nes, mientras que el segundo se había encerrado en sí mismo. Nadie sabía lo que le estaba sucediendo sino hasta el último día en que se le vió desubicado mentalmente y aún así los del mismo país habían dicho que se había ausentado por un tiempo porque tenía gripe para cubrir una realidad que hubiera sido diferente si desde el comienzo se hubiese vivido con naturali­dad. Y era una pena porque era una persona bastante joven, apenas 29 años, y de muy buenas perspec­tivas.
         Palmeras sí había extrañado la ausencia de Fernández al regreso en los primeros días del mes de enero. Al principio había pensado que estaría también en alguna parroquia. Pero se sorprendía ya que sabía bien que Fernández no había hecho ningún contacto con ninguna, por lo menos, hasta el 19 de diciembre, día en que había partido él para Brescia. Pero al segundo día de su regreso y no ver por ninguna parte a Fernández preguntó por él.
         Palmeras se había enterado hasta el mínimo detalle de lo sucedido y se angustiaba de la tardanza de Fernández. No se podía negar que más sufría por la ausencia de su amigo que de lo sucedido a su compañero de residencia. Tal vez su deseo por el regreso del amigo consistía en la necesidad de platicar con él las experiencias agradables de la Navidad. Sin duda, sentía grandemente su ausencia.






IX

                                                             

         A todos los alumnos del Colegio les hacía falta la presencia de Fernández. Algunos manifestaban el vacío de su ausencia. De manera que cuando se anunció que regresaría el 10 de enero no podían disimular la alegría.
         Fernández de hecho no tenía nada de especial, pero con su manera tan simpática de ser se hacía sentir. Sus gestos y su sonrisa eran reconfortantes y muchos lo veían como un padre o como un amigo. Aún cuando no dijera nada pero el sólo hecho de saber que estaba en el colegio era refrescante para todos. Era como saber que se tenía una protección especial.
         El día de su regreso todos lo recibieron con un aplauso y con saludos individuales y con chistes oportunos. Algunos le decían en bromas que se prepara para otro posible viaje a llevar a un segundo alumno enfermo. Fernández agradeció el detalle del recibimiento espontáneo y dio una información general de las condiciones del compañero enfermo. Y todos quedaron satisfechos de las noticias.
         A los cinco días del regreso de Fernández se terminaba el plazo que los Estados Unidos de Norteamérica le daba a Irak para que se retirara de Kuwait. El miedo y la angustia tenían los nervios en tensión de todo el mundo. Apelos por la paz de todas partes iban y venían. El Secretario de la ONU, Pérez de Cuellar, había agotado ya todas las posibilidades de negociación con Saddam quien no aceptaba las condiciones interesadas de Occiden­te. Francia en la persona de Mitterrand había agotado el último intento de negociación por parte de Europa que había sido la última esperanza. El Papa Juan Pablo II había dicho el primero de enero que "la guerra era una aventura sin retorno" y en toda Roma aparecían sus palabras en affiches grandes de color azul. Jornadas de oración se aplicaron desde el domingo 13 de enero por la paz, empezando por la invitación a la plaza San Pedro al ángelus del Papa. Pero no todos apoyaban las jornadas de paz, ya que en affiches amarillos el nuevo partido comunista que funcionaba con nuevo emblema desde finales de 1990 estimula­ba a los soldados que irían al Golfo.
         El plazo para la declaración oficial de las hostilida­des era el 15 de enero. Nada hacía retroceder a Saddam de su propósito. La noche de ese martes 15, el mundo vivía la angustia de la posibilidad de amanecer al día siguiente arrasado por las bombas. Se esperaba que los Estados Unidos atacara de primero, como era lógico, pues era él quien declaraba la guerra, como de hecho sucedió la noche del miércoles 16 al dejar caer 18 mil toneladas de bombas sobre Bagdad. La campaña fue bautizada con el nombre de "La Tempestad". La noticia que transmitía la Televi­sión era de un número impreciso de muertos y según lo presentaban había sido una coartada perfecta por parte de los Estados Unidos de Norte­américa. Todo hacía creer que Irak había sido prácticamente eliminado del mapa. Comprobaba esa idea el hecho de que Irak no había atacado como se esperaba. Pero ese silencio parecía ser parte de su estrate­gia ya que se vivía la expectativa de la sorpresa aunque muchos pensaban que las amenazas de las que había hecho alarde era sólo presunción para intimidar. En todo caso su silencio era también su arma psicoló­gica y la estaba utilizando muy bien.
         La Televisión reseñaba con imágenes en vivo el primer ataque de los Estados Unidos. Y si no fuera porque explicaban que se trataba de una guerra real se hubiera creído que estuvie­ran pasando algunas imágenes de la celebración de las fiestas de fin de año. Aquello era todo un espectáculo de luces que parpa­deaban en el cielo. Y hasta se podría experimentar una especie de alegría por la belleza del acontecimiento que era propiamente un espec­táculo. No se descarta la idea de que muchos niños les darían a los padres un abrazo y un beso de feliz año al mirar en la televisión  ese momento. Y algunos hasta dirían: "Papá, ¿tan rápido otra vez fin de año?", pues escasos quince días antes lo habían celebrado.
         Los números de los primeros resultados no eran preci­sos. Los Estados Unidos aseguraba haber arrasado totalmente con los arsenales iraquenos, pero los ataques sorpresivos de Irak lo desmentían, porque ¿de dónde, entonces, sacaban los aviones y los misiles? Irak decía haber derribado 76 aviones americanos y aliados y Estados Unidos se aferraba en decir que no eran 76 sino 3. Los informes militares del pentágono a la prensa se desautorizaban: el 80 por ciento del arsenal enemigo había sido destruído, decían primeramente; después, que el 50, y luego no daban ningún dato pues decían que no estaban seguros. Y la opinión internacional estaba utilizando esa debilidad para desconfiar.
         La sorpresa por parte de Irak, como se esperaba, resultó al día siguiente al hacer un ataque a Tel-Aviv, la capital del pueblo de Israel. Apenas fueron dos bombas y aquello fue una noticia catastrófica por parte de la Televisión italia­na.
         No fue de mayores consecuencias. Sólo algunas calles y casas destruídas, pero hicieron de aquello un acabóse de mundo. Y estas son las ironías de la guerra: los americanos veían como un gran triunfo el haber bañado la noche anterior a Irak con 18 mil toneladas de bombas y de haber enjabonado a miles de perso­nas, y nadie hacía escándalo. En cambio, dos miserables bombitas iraquenas habían ensuciado dos casitas judías y aquello era el fin del mundo.
         El gran miedo por parte de los Estados Unidos de Norteamérica y de los países aliados era que tenían la certeza de ser el gato perseguidor convertido en el ratón perseguido. Sabían que tenían la situación en las manos, pero cuando querían con­templarla, ellos eran la situación misma en las manos del enemigo, que empezaba a ser un ratón-gato difícil de acorralar. El miedo era que sabían que la presa era ratón y gato a la vez. Dejaba que jugaran con él pero también jugaba. Y por lo que se veía sabía jugar muy bien. Tenía en su contra a todos los países del mundo y la mejor tecnología armamentista. Aquí era ratón. Pero tenía las armas químicas y muchas sorpresas como el enemigo vecino que era irónicamente su mejor amigo, en el caso de Israel, que de decidirse a contestar cualquier ataque suyo generaría una contienda árabe, y la gran arma del terrorismo internacional a su favor. Y aquí era gato. Y esa doble identidad era la gran sorpresa para los Estados Unidos de Norteamérica y los países aliados pues existía la posibilidad de que la guerra adquiriera características de enemistad Medio-Oriente-Arabe contra Occiden­te. No se podía negar, sin embargo, su inferioridad militar y tecnológica como tampoco su capacidad de ingenio para sorprender a los aliados con estrategias en la práctica, que lo hacían temible.
         En el caso concreto de Italia se había tomado cartas en la guerra, definitivamente el 17 de enero, día en que por mayoría parlamentaria se había votado a favor de la interven­ción. Y, de hecho, el 18 del mismo partieron 1450 hombres entre marineros y aviadores a reforzar al ejército estaunidense. Ese mismo día un avión italiano se había extraviado en una de las expediciones contra Irak. El avión era un "Tornato" italiano y junto con otros nueve constituían una gloria para Italia. Y resultaba irrisorio. Muchos recordaban la alianza entre Alemania e Italia en la Segunda Guerra Mundial y comentaban que el fracaso de Alemania había consistido en esa unión. Y miraban la nueva adherencia como un mal presagio y algunos, sobre todo extranje­ros, se reían con ironía de la intervención de Italia. Que resultara cierto o no no era objeto de discusión pero en todo caso muchos se reían de las simples coincidencias. Pero no había unanimidad en la noticia del avión extraviado. Los canales de la televisión italiana estaban dividi­dos. Unas decían que había sido derribada, otras que se había perdido y no se sabía nada; y otras, que los pilotos se hallaban prisioneros en manos de los iraquenos. Y si el hecho de la pérdida del avión, apenas Italia se había añadido a la guerra, provocaba risa, más risa generaba la disputa inútil de desmentirse entre los canales de televisión. Al final se pudo comprobar que uno de los pilotos estaba prisionero.
         En la noche del 18 Irak había atacado Jerusalén provocan­do con ello a Israel a tomar parte en la guerra. Esta posibilidad tenía a los Estados Unidos contra la espada y la pared pues significaba la unión árabe en el conflicto, ya que si Israel se decidía a reaccionar a los ataques tenía que sobrevo­lar espacio aéreo de Arabia Saudita quien aprovecharía la más mínima opor­tunidad para pelear con su más encarnado enemigo. Y esta era otra de las sorpresas que se sumaban a favor de Irak, además de las que iba dando con su decidida resistencia. Y se comentaba que Saddam no tenía ni el más mínimo síntoma de loco pues parecía que sabía muy bien lo que estaba haciendo, ya que sólo el hecho de enfren­tarse a los Estados Unidos lo hacía ver ante la opinión pública como un hombre fuera de sus cabales.
         Los acontecimientos inesperados por parte de Irak hacían intuir que a los Estados Unidos de Norteamérica se le estaba yendo "el coroto" de las manos. Había que sumar a las sorpresas reales en el campo de batalla el gran descontento de los propios ciudada­nos estaunidenses, quienes, según presentaba la Televisión italiana ( La Raitre), estaban haciendo protestas públicas en contra de la guerra, a tal punto de, que el gobierno norteamericano se había visto obligado a utilizar la fuerza militar también dentro de su propia casa. Y con ello se iba aumentando poco a poco el descrédito hacia los Estados Unidos. Londres, Roma, Milano, Washington y otras muchas ciudades manifestaban su desacuerdo masivo en contra de la guerra direc­tamente contra los propios gobiernos, e, indirectamente  contra los Estados Unidos y su coro interna­cional, quienes la declaraban y la ejecutaban.
         Aumentaba desesperadamente la recesión en los Estados Unidos y también las promesas de acabarse pronto. Pero nadie creía. Al contrario, la tensión iba aumentando cada día más. El precio del petróleo, que en los meses de la crisis había llegado a 40 dólares el barril, en esos días de guerra oscilaba entre 18 y 20 dólares y se hacía todo lo posible en mantenerlo lo más bajo que per­mitieran las circunstancias. La bolsa internacional tampoco andaba en buenos vientos.
         El lunes 21 de enero Irak, después de haber entrevista­do el día anterior a algunos de los veinte prisioneros, había amenazado de utilizarlos en los sitios estratégicos más llamati­vos del suelo iraqueno en contra del ejército aliado. Y así si los aliados atacaban mataban a su propia gente. Y esta nueva estrategia presentaba la nueva posibilidad de crear la división entre los países que constituían la alianza, ya que si era un italiano o francés o inglés el colocado en el lugar bombardeado lo más lógico hubiera sido que el país respectivo se revelara en contra de los Estados Unidos de Norteamérica. Y esta resultaba otra arma a favor de Irak, a pesar de todos los apelos que se le hacían de respetar el "Tratado de Ginebra", sobre el tratamiento a los prisioneros de guerra. Pero se cumplía una vez más la aplicación de la verdad del refrán de que "en el amor y en la guerra todos los medios son permitidos". Además guerra era guerra.
         Ese mismo día los canales de Televisión del mundo entero retransmitieron la entrevista hecha a algunos pilotos prisioneros que hiciera la televisión iraquena. Los rostros de los prisioneros mostraban dolor y sufrimiento. Y no se sabía a ciencia cierta si su estado se debía al impacto de la caída o de cualquier accidente propio de las faenas de la guerra o como consecuencia del mal trato exprofeso del ejército iraqueno; y se suponía que lo que habían dicho era condicionado y preparado para utilizarlos como chantaje. De hecho, habían expresado su incon­formidad con la guerra y pedían que se buscara una solución política y no militar. En todo caso, el hecho de ser enviados a combatir no significaba que estuvieran plenamente de acuerdo con la guerra, sino que se podía tratar de simple obediencia como miembros-integrantes de una estructura militar. Sin embargo, la idea que se generalizó inmediatamente, era de que habían sido utilizados por la televisión iraquena para crear presión.
         El 22 Irak con un misil incendiaba un depósito de petróleo en Kuwait.
         El día 23, Fernández había presidido la celebración de la Eucaristía en el Pontificio Colegio Latino Americano y en tono un poco elevado había hablado en contra de la guerra, pero cuestionan­do la actitud de la Iglesia Católica:

          -- "¿El papel del cristiano consiste sólo en rezar al buen Dios para que cambie el corazón de los hombres? No se puede negar, por supuesto, que la conversión es un regalo de Dios, pero  ¿mientras se convierten hay que aprobarles sus pecados de "lesa humanidad"? ¿Será que el cristianismo ha perdido su tiempo en la historia de la humanidad? ¿Dónde están los frutos del Espíritu Santo en nosotros?       ¿O sólo nos contentaremos con celebrar "liturgias" para pedir por la paz? ¿No serán esas celebraciones como pañitos de agua caliente para tranquilizar nuestras concien­cias de nuestra responsabilidad? Es verdad, sin embargo, que la actual guerra no la hacemos nosotros los cristianos propiamente, que sería el peor insulto al evangelio, pero ¿no son acaso quiénes las promueven y la realizan en cierta manera "cristianos"?     ¿O se repetirá lo de la Inquisición? ¿Y después diremos que no era una obra propiamente de la Iglesia sino del Estado y que la Iglesia simplemente continuaba o confirmaba su sentencia? ¿O seguiremos repitiendo la eterna historia de que no se pueden juzgar los tiempos pasados con los criterios actuales, con aquello del Anacronismo histórico? ¿Por qué la Iglesia oficial, en el Magiste­rio, no se pronuncia decididamente? ¿O quiere continuar el papel de Poncio Pilato? Aunque no se puede negar que de hecho el Papa Juan Pablo II ha referido el tema en algunas oportunidades, sobre todo en el Ángeles del domingo 13 de enero y en la Audiencia de hoy miércoles. Pero pareciera estar a favor de los Estados Unidos de Norteamérica, ¿o es que teme ganarse enemigos? ¿O realmente comprende que el derecho no está en favor de éste?
         Tampoco se puede olvidar que la misión de la Iglesia no es el propiamente político como lo ha repetido infinidad de veces en sus Encíclicas de carácter social. ¿Pero venimos a aplicar esa verdad a conveniencia, precisamente ahora, habiéndola olvidado también a conveniencia en el paso por la historia?
         ¿O será, acaso, que como la Iglesia es el pueblo que camina hacia la casa del Padre Dios se alegra en cierta manera porque despacha a muchos seres humanos hacia las moradas eternas mientras se asegura la paz convencional en la tierra?
         ¿Dónde está la voz que grita en el desierto "preparad el camino al Señor"? ¿O su dimensión profética es a convenien­cia?
         Con toda seguridad quien está reflexionando así es el primero en enmudecer por conveniencia"...
         Y su tono de voz se quebraba por la emoción. No dejaba de tener razón. Y aunque no la tuviera, todos estaban embelesados por sus palabras, asintiendo con movimientos de cabeza. Y esta era otra de las aciertos de Fernández quien a pesar de su edad era un hombre que tenía mucha sensibi­li­dad social y humana y aún no había perdido su sentido crítico, aunque a veces se dejara llevar por las emociones a la hora de hablar en público.







X

                                                             

         Al paso de los días la guerra iba adquiriendo, cada vez, dimensiones inesperadas. Saddam con su resistencia desesperaba a los Estados Unidos. Y había que sumarse una nueva y catastró­fi­ca consecuencia de las acciones bélicas en el Golfo, como era la de la muerte ecológica provocada por el petróleo derramado en las explosiones de algunos depósitos. Arabia Saudita se veía fuer­temente amenazada por esta nueva sorpresa.
         Mientras eso sucedía más allá de las fronteras los alumnos del Colegio Pío Latinoamericano se preparaban para rendir los exámenes del primer semestre, después de haber cumplido con todos los requisitos académicos en sus respectivas facultades. Para algunos, constituía la primera experiencia y sentían miedo de no salir tan beneficiados en los resultados finales, pero para otros era simplemente algo de rutina. Palme­ras se hallaba en el segundo grupo, y prácticamente estaba dándoles los últimos toques a su tesina, pues terminaba ese año.
         Las relaciones entre Fernández y Palmeras en los últimos días se habían enfriado. Casi no charlaban como en los primeros meses y muy raras veces se les veía juntos, como era costumbre.
         Palmeras se hallaba preparando el texto definitivo de la tesina para la Licenciatura en Teología Dogmática en la Universidad Gregoriana y cursaba al mismo tiempo las materias reglamentarias del tercer semestre. De manera que ya casi no se le veía por los lugares que siempre frecuentaba. En el salón de Televisión sólo se le veía en el momento del noticiero de la una de la tarde y escasamente después de cena. Aunque todos los alumnos se daban cita frente al Televisor todos los días a la una de la tarde para informarse ligeramente de los acontecimien­tos de la guerra, que al principio alarmaban, pero que se iban convirtiendo lentamente en las mismas informaciones repetidas, sin dejar de preocupar, lógicamente.
         A Fernández ya casi no se le veía y ya ni llamaba la atención, la cual estaba dirigida hacia los acontecimientos del Golfo.
         No había prácticamente momento en que no se hablara de lo que sucedía en el Oriente Medio. Algunos veían la resistencia de Saddam como la torpeza más grande del siglo y otros la con­sideraban como rasgos de heroísmo. Pero en el fondo todos se alegraban porque se trataba de una lección a los Estados Unidos, aunque no se podía negar la inferioridad de Irak, en todos los aspectos.
         Todo el mundo sabía que los Estados Unidos y los países aliados saldrían vencedores pero se alegraba de que Saddam les estuviera diciendo indirectamente que se entregaría o se rendiría cuando él lo considerara oportuno y no cuando ellos se lo pidieran. La inesperada tardanza de la supuesta eficiencia de la acción militar de los aliados prácticamente lo comprobaba.
         Esos acontecimientos se prestaban para variadas y opuestas consideraciones. Así, había gente, en el mismo Colegio Pío Latino Americano, que pensaba que lo que estaba sucediendo era el cumplimiento de las profecías de Joel y repetían textual­mente con el profeta la primera parte del capítulo dos: "Tocad el cuerno de Sión, clamad en mi monte santo! ¡Tiemblen todos los habitantes del país, porque llega el día de Yahveh, porque está cerca! ¡Día de tinieblas y de oscuri­dad, día de nublado y densa niebla! "Como la aurora sobre los montes se despliega un pueblo numeroso y fuerte, como jamás hubo otro, ni lo habrá después de él en año de genera­ción en generación.        "Delante de él devora el fuego, detrás de él la llama abrasa. Como un jardín de Edén era delante de él la tierra, detrás de él un desierto desolado. ¡No hay escape ante él! Aspecto de corceles es su aspecto, como jinetes, así corren. Como estrépito de caros, por las cimas de los montes saltan, c­omo el crepitar de la llama de fuego que devora hojarasca; ¡como un pueblo poderoso en orden de batalla! Ante él se estremecen los pueblos, todos mudan de color. Corren como bravos, como guerreros escalan las murallas; cada uno va por su camino, y no intercambia su ruta. Nadie tropie­za con su vecino, va cada cual por su calzada; a través de los dardos arremeten sin romper la formación. Sobre la ciudad se precipitan, corren por la muralla, hasta las casas suben, a través de las ventanas entran como ladrones".
         Este era el pensamiento de Buitriago un estudiante de Filosofía quien a la hora del almuerzo había expuesto su visión.
Aquello resultaba apocalíptico y catastrófico y así se lo hicieron ver, pero Buitriago con datos bíblicos e históricos se aferraba en demostrar que lo que estaba sucediendo en el Golfo Pérsico era el cumplimiento de las Profecías de Joel y de Malaquías.
         -- Tú, ¿qué entiendes por "profecías"?-- apuntó Fernández quien se hallaba en la misma mesa y empezaba a extra­ñar­se del aparente fundamen­talismo de Buitriago.
         -- Bueno... "profecías"... es adelantar en visiones lo que va a suceder -- contestó el interpelado.
         -- Eso es propio de un "vidente" -- intervino Palmeras quien también estaba en el grupo.
         -- Pero es lo mismo -- refutó inmediatamente el es­tudiante de filoso­fía.
         -- Me atrevo a decir que no, amigo -- repuso Fernández quien había iniciado la discusión -- Profetizar significa interpre­tar la voluntad de Dios en los tiempos históricos...
         -- Bueno, precisamente, ¿no crees que Dios ya quiere acabar con el mundo? -- interrumpió Buitriago quien veía tener razón.
         -- Pero no es en ese sentido lo que se quiere decir con interpretar la voluntad de Dios en los tiempos, sino en el sentido de la conversión espiritual...
         -- Claro, y no tanto en el fin del mundo materialmen­te...
         -- Lo siento mucho, muchachos, pero profetizar es predecir lo que va a suceder --volvió a insistir en la misma idea el estudiante de filosofía dibujándosele en el rostro una sonrisa maliciosa, como si con ella quisiera decir que se trataba de un juego.
         Los compañeros de mesa, a excepción de Fernández, no se habían percatado de la sonrisi­ta de Buitriago y con mil datos, válidos todos, trataban de hacerle entrar en razón, pero ninguna respuesta o interven­ción le era aparentemente convincen­te. Al contrario, iba aumen­tando en ellos el apasionamiento por el tema y la pérdida de la paciencia por la aparente incapacidad de comprensión de las razones alegadas en favor de la idea que estaban defendiendo.
         Y mientras sus compañeros daban sus razones Fernández reflexionaba de la siguiente manera, sabía que tal vez ni tendría razón, pero de igual manera meditaba, intuyendo la sonrisa irónica de Buitriago, el estudiante de Filosofía:
         "Existen múltiples maneras de definir la vida y la existencia humana. Cada definición depende de la actitud que tengamos frente a la vida misma. Las actitudes pueden ser entre otras: saberlo todo en una forma hermética de conocimientos y enseñar a otros a repetir lo aprendido, o en no saber nada y ni siquiera preocuparse de ello porque al fin de cuentas hasta la posesión de verdades propias es también relativo.
         Cada actitud genera dos posiciones. En el primer caso, puede desarrollar una seguridad en la posesión de la verdad, o mejor dicho, en la supuesta posesión de la verdad; y, en la segunda, se puede desper­tar un relativizarlo todo, que nada es realmente verdadero creando a su vez un eterno buscar.
         "La primera como genera una seguridad puede resultar más cómodo y menos riesgoso a la hora de vivir la existencia humana. A cada posible duda, se tiene una respuesta. Y ni siquiera hay la posibilidad de inquietudes porque éstas son "eliminadas" con fórmulas ya fabricadas. La segunda manera puede desarrollar muchos por qué sin contestaciones inmediatas y trae el peligro de las incomprensiones existenciales.
         "Vivir en la primera evita incomodidades. En la segunda, crea muchas inseguridades. Aquélla crea una estructura de verdades y posesiones de ellas. En ésta sólo se vive de intuiciones. Y aquí puede estar la gran diferencia: una es "real" y la otra es "fanta­sía". "Y entre "real" y "fantasía" ya existe un sin número de diferencias.
         "Pero como se puede estar en una de las dos actitudes, quiero "fantasear". Mas, no quiero fantasear sólo. Quiero inspi­rarme en otros que ya han tenido el valor o cobardía, el mérito o el defecto, la aventura o el atrevimiento, el coraje o el irrespeto de fantasear. Y digo una u otra, inmediatamente, porque, precisa­mente "todo es relativo" (depende de quien vea).
         "Y recitaba mentalmente algunos poemas de Antonio Machado que había leído con la ayuda de la inspiración de una canción de Juan Manuel Serrat:

                   Nunca perseguí la gloria
                   ni dejar en la memoria
                   de los hombres mi canción;
                   yo amo los mundos sutiles,
                   ingrávidos y gentiles
                   como pompas de jabón.
                   Me gusta verlos pintarse
                   de sol y grana, volar
                   bajo el cielo azul, temblar
                   súbitamente y quebrarse.

Caminante, son tus huellas
el camino, y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante, no hay camino,
sino estelas en la mar.

Todo pasa y todo queda;
pero lo nuestro es pasar,
pasar haciendo caminos,
caminos sobre la mar.

Cantad conmigo en coro: Saber, nada sabemos,
de arcano mar vinimos, a ignota mar iremos...
Y entre los dos misterios está el enigma                                       grave, tres arcas cierra una desconocida llave.
La luz nada ilumina y el sabio nada enseña.
¿Qué dice la palabra? ¿Qué el agua de la peña?.

Poned sobre los campos
un carbonero, un sabio y un poeta.
Veréis cómo el poeta admira y calla,
el sabio mira y piensa...
Seguramente, el carbonero busca
las moras o las setas.
Llevadlos al teatro
y sólo el carbonero no bosteza
Quien prefiere lo vivo a lo pintado
es el hombre que piensa, canta o sueña.

El carbonero tiene
llena de fantasías la cabeza.

Fe empirista. Ni somos ni seremos.
Todo nuestro vivir es emprestado.
Nada trajimos; nada llevaremos.
¿Dónde está la utilidad
de nuestras utilidades?
Volvamos a la verdad:
vanidad de vanidades".

   Y después de recitar de memoria mentalmente a Antonio­ Machado se entretenía en su reflexión, atendiendo, sin embargo a lo que sus compañeros iban diciendo, pero absorto en sus propios pensamientos.
   "La primera verdad -- pensaba--que podemos sacar es la siguien­te: Caminante, son tus huellas el camino, y nada más; caminante, no hay camino, se hace camino al andar.
   "Y pensando sobre esa gran verdad la primera idea que nos salta a la imaginación  es que no deja de ser cierto de que en la vida cada quien tiene su propio camino. No hay dos caminos iguales, aunque se parezcan, pues somos una individualidad irrepetible. Lo que quiere decir que nadie tiene su doble. Tan "únicos" nos ha hecho la naturaleza que no hay nadie igual a otro. La prueba está en que todos y cada uno de nosotros tiene sus propias huellas digitales que nos hace irrepetibles e inconfun­dibles. Ni siquiera unos gemelos, hijos de una misma madre y padre, son iguales. Solemos decir que se parecen mucho o que son idén­ticos, pero es imposible que sean idénticos.
   "Si eso se aplica a la individualidad genética, ¿qué no podríamos decir de la diferencia psicológica, sentimen­tal, temperamental? Precisamente porque somos una individualidad.
   "Si somos diferentes, si somos personas únicas, si somos individualidades, se puede deducir que cada quien es y tiene su propia manera de responder a los mismos estímulos. Entonces, ¿Por qué pretender generalizar o englobar en masas despersonali­zantes las riquezas de las sumas de las individuali­dades? ¿El "nosotros somos" no será una alienación de la individualidad? ¿Por qué pretender que todos piensen, hablen y actúen de la misma manera si es evidente que el mismo estímulo genera incontables reacciones? ¿No será un abuso contra los derechos de la persona humana individual el hecho de que todos lleven el mismo estilo de vida y se expresen en términos similares ante un mismo acontecimiento humano? Ya que somos totalmente diferentes, ¿Por qué hacer que todos se enrolen en un mismo pensamiento?
   "El poeta lo expresa en: caminante, no hay camino, se hace camino al andar. Y vuelve a la misma idea con verdades nuevas dentro de la misma idea: Al andar se hace camino, y al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar.
   "Si no hay caminos, sino el dejado por las mismas huellas, ya que las huellas de cada quien son su "propio" camino, al avanzar en la misma marcha de seres "únicos e irrepetibles", nuestro propio camino se borra, como se borran nuestras propias huellas en la arena de la playa. Verdad bellamente expresada, sin duda. Pero que no sólo es poesía, sino una verdad que no nos conviene ignorar, porque vuelve la idea de nuestra propia in­dividualidad.
   "Como no hay caminos cada quien tiene que hacer el suyo, porque "al andar se hace camino", ya que "caminante, son tus huellas el camino, y nada más".
   "Pero la otra verdad, además de las señaladas, está el hecho de nuestra historia en la que entra la dimensión del tiempo, al que estamos, lamentablemente o favorablemente sujetos ( todo depende de quien mire, porque todo es relativo; además, apliquemos lo que venimos diciendo: el mismo estímulo produce un sin número de reacciones, porque somos únicos e irrepetibles). El poeta lo expresa así:  y al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar.
   "Esta verdad del tiempo puede sonar pesimista. Pero es, en todo caso, una realidad. O, tal vez, tenga mucho de nostálgi­co, pero, ¿quién no añora sus tiempos vividos, más si han sido vividos con intensidad?
   Y concluye: Caminante, no hay camino, sino estelas en la mar.
   "En mi sentir, este poema -- seguía reflexionando-- es bello por la riqueza de verdades dichas con el mismo juego de la palabra "camino" (senda, huellas, caminar, caminante, andar, pisar, estelas, mar) y por la chispa que prende en la imaginación al escucharse o al leerse.
   "No pretendo con ello -- dialogaba mentalmente consigo mismo -- sin embargo, hacer de él una verdad absoluta ni siquiera una verdad (pues todo depende de quien mire). Pero es parte de la fantasía el hecho de que cualquier estímulo es válido y valedero para remontarse a cumbres a las que sólo se sube con la fuerza irresistible de la imagina­ción. Y de aquí surge automáticamente nuestra segunda verdad de: yo amo los mundos sutiles, ingrávidos y gentiles como pompas de jabón.
   "Y al decir con el poeta "yo amo los mundos sutiles" no se hace con ello una norma para todos. Al contrario. Ni siquiera el poeta señala que hay otros que no aman esos mundos. No dice nada. Porque la experiencia de que "caminante, son tus huellas el camino, y nada más" lleva a intuir que como somos únicos e irrepetibles, y, como tales, se habla de nuestra propia experien­cia. Por eso "yo amo" porque precisamente es lo que cada quien va a sentir frente a la realidad, pero la diferencia misma está en "los mundos sutiles". Que sean mejores los mundos sutiles de otros, así sean sus contrarios, no dice nada. Y no puede decirlo porque entonces se contradiría el poeta y se traicionaría a sí mismo al objetivizar su propia experien­cia. Y, también me hubiese traicio­nado a mí que estoy fantaseando con él y a partir de él, precisa­mente, porque su experiencia me parece una auténtica búsqueda y que se puede muy bien llamar una experiencia místico-razonada.
   "Ahora bien, el "yo amo los mundos sutiles" tiene su razón de ser.  La sutileza está en que son "ingrávidos y gentiles como pompas de jabón". Es decir, no pesan, son livianos  son ingrávidos. Y son gentiles como pompas de jabón: que son y no son a la vez. Ese mundo sutil que engendra en fantasía es gentil como pompas de jabón porque la idea se forma pero se va como viene. No impide ni obstaculiza. Por eso son gentiles.
   "Por eso se puede jugar con la fantasía misma del poeta que se deja llevar al decir en la tercera y última parte del mismo poema: Me gusta verlos pintarse de sol y grana, volar bajo el cielo azul, temblar súbitamente y quebrarse.
   "Precisamente, porque se extasía, si puede utilizar­se esa palabra, en la riqueza de la fantasía misma que produce mundos livianos: "yo amo los mundos sutiles" y " me gusta verlos pin­tarse". Pero se sabe que no son más que "pompas de jabón": son y no son a la vez.
   "De esta realidad se puede pasar fácilmente al tercer poema que me aprendí y que puede relacionarse estrechamente con lo que estoy pensando y es la apertura existencial de Antonio Machado, quien no defiende, no objetiviza. Sólo reflexiona y da sus resultados. Así se puede tomar el tercer poema al hablar de la existencia humana y su sentido: Cantad conmigo en coro: Saber,nada sabemos,de arcano mar vinimos, a ignota mar iremos...Y entre los dos misterios está el enigma grave; tres arcas cierra una desconocida llave. La luz nada ilumina y el sabio nada enseña. ¿Qué dice la palabra? ¿Qué el agua de la                                         peña?
   "Creo que aún con todo nuestro interés -- continuaba en sus pensamientos -- por conocer los grandes enigmas de la existen­cia humana y nuestro afán de intelectualizarlo todo tratando de dar respuestas lógicas a nuestros eternos por qué, nada se adelanta. Porque aún cuando tengamos todo esquematizado, a nivel metafísico, sobre todo, no pasa de ser pura especulación intelectual humana. De hecho las realidades metafísicas siguen siendo tales y no van a mutarse porque las intentemos entender. Porque si así fuera el cosmos sería una total desesperación ya que sólo se la pasaría mutándose a los antojos de quienes se den a la tarea de pensar en él y sobre él.
   "En ese sentido se puede adelantar mucho con la verdad del poeta: Cantad conmigo en coro: Saber, nada sabemos, de arcano mar vinimos, a ignota mar iremos...La luz nada ilumina y el sabio nada enseña. ¿Qué dice la palabra? ¿Qué el agua de la  peña?
   "También se puede añadir a esa verdad de la realidad existencial lo expresado por el mismo autor: Fe empirista. Ni somos ni seremos. Todo nuestro vivir es emprestado. Nada trajimos; nada llevaremos.
   "De allí se puede llegar a la conclu­sión misma del
poeta cuando dice: Poned sobre los campos un carbonero, un sabio y un poeta. Veréis cómo el poeta admira y calla, el sabio mira y piensa... Seguramente, el carbonero busca las moras o las setas. Llevadlos al teatro y sólo el carbonero no bosteza. Quien prefiere lo vivo a lo pintado es el hombre que piensa, canta o sueña. El carbonero tiene llena de fantasías la cabeza. Para decir, pues, que es más realista el carbonero ya que cuando está en el campo busca las moras y las setas, y, cuando esta en el teatro esta atento, porque: y sólo el carbonero no bosteza. Quien prefiere lo vivo a lo pintado es el hombre que piensa, canta o sueña. El carbonero tiene llena de fantasías la cabeza.     "Esta realidad se resume en lo del poeta con: ¿Dónde está la utilidad de nuestras utilidades? Volvamos a la verdad: vanidad de vanidades. Todo pasa y todo queda; pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar.”
   Así pensaba Fernández, en ese momento, motivado por la sonrisa de Buitriago el estudiante de Filosofía. Tal vez en eso consistía la sonrisa maliciosa de Buitriago al inicio de la conversación, y que sus compañeros de mesa no habían captado. 






XI

                                                             

   La experiencia más fuerte y de mayor tensión de todo estudiante es la de los exámenes. Se trata de recopilar apuntes y de esquematizar algunas ideas y de exponerlas al profesor si éste pregunta sobre lo que se sabe. Y esto vale para todo estudiante del nivel que sea y de la categoría que sea. A veces se corre con suerte porque los profesores formulan las preguntas sobre las ideas que son claves de cada materia en su comprensión. Pero otras veces hay que contar con la malicia y mala intención de los profesores que en vez de preguntar lo primordial y central de lo estudiado buscan detalles sin importancia para hacer sufrir a los alumnos. Algunos profesores se deleitan en ese juego, que desde todo punto de vista es antipedagógico y antihumano. Otros hacen de esa rutina académica una experiencia agradable tanto para ellos mismos como para los examinados. Y eso sucede en todas las universidades del mundo y en todos los centros de enseñanza, sea fundamental, básica, superior o universitaria.
   Lo más curioso es que el profesor que es demasiado intransigente, a la hora de los exámenes, es el que es menos aventajado a la hora de la exposición de su materia o curso de estudio y que en el fondo sabe que los alumnos le tienen ojeriza porque no domina la cátedra. Tal vez se trate de una especie de hacerse valer, logrando por el contrario menos valor.
   Y la Universidad Gregoriana de Roma no era la excep­ción. Tenía profesores (teólogos) que eran sencillamente excelentes, como también tenía profesores que eran todo lo contrario. Así era el caso de un alemán que hacía de su cátedra una auténtica experiencia de sacrificio sin sentido. Todos los que hacían Teología Dogmática tenían que escogerlo porque él era un examinador en el examen de síntesis para la Licencia. Pero casi todos le retiraban la materia al transcurrir el curso. Por una parte, porque "no le veían el queso a la tostada", y, por otra, porque era un verdadero martirio su falta de sensibilidad humana como profesor, que prácticamente generaba un sentimiento de inferioridad en todos los alumnos. Todos hablaban de él, pero en sentido negativo. 
   Mucho se ha discutido si es formativo o no el hecho de los exámenes en los estudios. Algunos sostienen que es una experiencia frustrante y traumatizante en la persona humana. Pero no se ha descubierto el mejor método de comprobarse la asimila­ción de conocimientos, aunque se ha probado reemplazarse con trabajos escritos y la asistencia frecuente a la clase. Mas estos no son indicios de aprovechamiento intelectual.
   Como tampoco la calificación final es la mejor medida del rendimiento del alumno, ya que se puede dominar una materia y se puede haber salido desventajado a la hora del examen, sea por nerviosismo, o por una pregunta sin verdadera importancia de parte del profesor, o por muchos factores psicológicos y circunstan­ciales. No es la nota la medida del aprovechamiento de un es­tudiante, porque es relativa. Sin embargo, para muchos es lo más importante.
   En todo caso, los estudiantes residentes en el P. Colegio Pío Latino Americano, aún sabedores de todo eso, se estaban preparando, con placer y sin él, para cumplir con esta exigencia académica de la Universidad Gregoriana y de las otras Universidades Pontificas.
   El frío de enero, propio de la estación de Invierno, se iba haciendo más fuerte. Y desde el atardecer del martes 15 de enero había nevado en Roma, fenómeno natural que no sucedía desde 1985. Todavía el 17 del mismo mes había escarcha.
   Los vientos de la guerra iban tensionando a los habitan­tes de la ciudad. Se temía más a cada nuevo día una incursión terrorista en los centros de atención de las grandes ciudades de Italia. Esta angustia era parte del precio que Italia tenía que pagar por participar en la guerra. Libremente había tomado parte activa en ella y libremente tenía que aceptar las consecuencias ya que no se puede dar vuelta de página a un libro sin encontrarse con el desarrollo de la misma idea de las páginas precedentes.
   El 3 de febrero nacía en la misma Italia el Partido de la Siniestra ( P.D.S.) dando muerte con ello al Partido Comunista de Italia ( P.C.I.) y su primera posición oficial había sido declararse contra la participación de Italia en la guerra del Golfo, aunque se consideraba que sus primeras acciones internas le llevarían muy pronto a su propia muerte, según se podía vaticinar por sus divisiones en los días inmediatos.                          
   En esos mismos días de febrero, el Papa Juan Pablo II se había declarado en contra de la guerra y se corría la sospecha de hallarse amenazado de un atentado. Pero la sospecha recaía sobre Occidente.






XII

                                                             


   Mientras en el Golfo Pérsico se desarrollaba la guerra, en Latinoamérica se preparaban a celebrar los quinientos años del descubrimiento de América y con ello los quinientos años de la evangelización. El lugar indicado era República Dominicana por ser el primer suelo americano en pisar el navegante europeo.
   Este acontecimiento del descubrimiento de América se prestaba para encontradas interpretaciones. Así se podía ver el descubrimiento, y todo lo que él suponía, como una invasión cultural europea, y en concreto española, sobre las culturas existentes en el Continente descubierto. Y este hecho se podía ver como negativo. Como se podía ver también el encuentro de los dos mundos y el interés del Viejo en el Nuevo de hacer de él su prolongación para lo que le había transferido su lengua, sus costumbres y su religión. Y algunos veían este fenómeno como un aspecto positivo.
   Aunque no se puede negar que con el acontecimiento de 1492 se daba muerte a unos valores culturales propios, como el de las civilizaciones existentes en México y Perú y se persiguie­ron a extinguir muchos criterios que eran opuestos a España en su afán de imponerse en las tierras descubiertas y colonizadas.
   Mil novecientos noventa y dos era el año de la celebra­ción de los quinientos años del encuentro de los dos mundos. Encuentro que debía tener el valor de la palabra "encuentro" y no tanto el del sentido de "fusión" porque con toda la influencia que el Continente descubri­dor había tenido y tiene sobre el descubierto no se puede olvidar que son precisa­men­te dos mundos diferentes.
   Como tampoco se trata de defender la superioridad del uno sobre el otro y de considerar a unos como los prototipos y a los otros como quienes deben copiar, ya que como culturas y civiliza­ciones todas son válidas y merecen su debido respeto. No se trata de imponerse, sino de respetarse en las diferencias pues en estas están las riquezas de cada una.
   En este sentido, algunos pensadores encontraban en la historia de América Latina muchos datos negativos para oponerse a la celebración del hecho del descubrimiento como acontecimien­to festivo. Para algunos, no era suficiente el sostener que España le había dado al Continente descubierto una lengua, una religión y unos valores culturales que no tenía, ya que el mismo suelo descubierto tenía su variedad de manifestaciones humanas. Y no se podía negar, en cierta manera, que se trataba de una invasión disfrazada con otro cualquier nombre para pretender ocultar el hecho.
   Pero a nivel de la Iglesia se aprovechaba la oportuni­dad para hacer un planteamiento renovado de su pastoral. Inspir­ado en las palabras del Papa Juan Pablo II de que la Evangeliza­ción Nue­va debía ser nueva en su método, en su ardor el Episcopado Latinoa­meri­cano     se abocaba a hacer efectivo el mensaje de la Iglesia en su Continente y que el Papa había llamado el Continente de la Esperanza. Esta posición del Episcopado Latinoamericano hacía reconocer que Europa y América Latina eran dos realidades diferen­tes, aún pastoralmente. No significaba con ello que se estaba creando una independencia doctrinal de Roma ni de formar una Iglesia Latinoamericana opuesta a la romana, sino de comprender que como entidades sociales, culturales, económicas y de fe eran sencillamente diversas.
   En este sentido se podía muy bien citar la anécdota que cuenta un biógrafo ( Betap de Rosb) de Dom Hélder Cámara: tras las despedidas oficiales [el día del recibimiento] al quedarse a solas con sus colaboradores, ordenó que se retirasen de la sala de recepciones los tapices, el trono de oro y púrpura, y se sus­tituyese el majestuoso sillón arzobispal, tallado en madera de jacarandá, por una silla común. Monseñor Lamartine intentó esbozar una tímida protesta. La respuesta de dom Hélder fue una mirada lacerante de amor y de dolor a la panorámica de miseria que sangraba con puntos rojos en el mapa de la archidiócesis. Y rompiendo el silencio expectante, comentó: «Hermanos, no estamos en el Vaticano... Estamos en el nordeste».
   El planteamiento latinoamericano era de "ver", "juzgar" y "actuar" para lo que la Realidad era el centro. Ver con sentido científico-social la realidad. Juzgar bajo el criterio del Evangelio esa realidad estudiada. Y actuar para transformar la realidad estudiada con criterios de una acción pastoral de conjunto en vías de crear un orden más humano y cristiano. Y que se procuraba hacer desde la Primera Conferencia Episcopal Latinoameri­cana realizada en Río de Janeiro en el año 1955, Medellín y Puebla, respectivamente.
   Esa manera de ver se podía muy fácil confundir como planteamiento de la Teología de la Liberación a la que muchos veían como una tendencia ideologizante de algunos pensadores latinoameri­canos. Pero no se trataba de clasificar como de análisis marxista esta manera de pensar sino de comprender sin grandes misterios que América Latina y Europa eran dos realidades diferentes. Que no son los mismos criterios económicos, políti­cos, sociales y de ende psicológicos entre un europeo y un latinoamericano. Y, por con­siguiente, no son las mismas maneras de enfrentar la vida y de vivenciar la fe cristiana, por ser dos situaciones prácticamente opuestas.
   No se trataba, sin embargo, de sostener que se estaba promoviendo una separación sino de una legitimación de las propias diferencias. Como tampoco de hacer de esas diferencias un obstáculo inseparable entre Europa y América Latina, sino de reconocer que las diferencias existentes eran su propia especifi­cidad que los hacía unos y otros, y no unos con otros, aunque juntos. No se trataba de hacer una europeización de América Latina sino de autolatinoamericanización de América Latina.
   En ese sentido había que dar el justo reconocimiento a la apertura del Concilio Vaticano II que permitía la celebra­ción litúrgica en las diferentes lenguas del mundo pues se podría ver también a la Iglesia como otra cultura aparte, cuando no se trata de crear otro sistema cultural análogo a los existentes si no de llevar al hombre desde sus diferentes culturas y realidades al encuentro y a la experiencia de Dios; de lo contrario, el per­tenecer a la Iglesia y ser eclesiástico podría constituir ser parte de una élite, como no deja de verse y sentirse, sin embargo.
   Había que reconocer, aún así, que estos temas eran propios de algunos pensadores de la Teología de la Liberación. Y todo lo que sonara a hacer teología o pastoral desde América Latina era en cierta manera identificado con esta línea de pensamiento.
   Pero no se trataba de enfoques parcializantes sino de análisis de realidades y no se podía negar que eran diferentes.
   Y sobre este enfoque Fernández y Palmeras divergían en sus opiniones. Fernández era más a dado a valorar la situación de América Latina a quien la solía denominar "nuestro pueblo"; mientras que Palmeras, era más dado a sobrevalorar todo lo que tuviera relación con Europa y a considerar de menos importancia lo latino.
   Influía en el pensamiento de Palmeras la idealización de lo extranjero. Ya el solo hecho de que algo fuera extranjero era para él de mejor calidad. Y ésta era otra diferencia más entre estos dos personajes.
   Fernández era de tendencia nacionalista y tenía una cierta precaución hacia lo extranjero. No era, sin embargo, un xenófobo, pero se sentía con prejuicios hacia Europa. Y no sólo Europa...






XIII

                                                             

   Para la gran mayoría de los residentes del Colegio Pío Latino Americano el gran día del regreso a su patria se estaba acercando. Porque después de un mes en Roma y de descubrir la realidad italiana, y sobre todo la condición de estudiante extran­jero, no hay cosa más deseada que el día del retorno. Prácticamente, todos vivían reconfortándose cada día, de que a cada día nuevo, les quedaba menos tiempo de estancia en Roma. Y si algunos no se habían regresado era, además del propio orgullo, porque les confortaba la idea de retornar con un título académico con el cual pagar todos los sinsabores  de la bien llamada "experiencia romana".
   El mismo gozo que sentían todas las promociones de cada año la vivirían lo de este año. Y el mismo sentimiento que habían experimentado los que se preparaban a regresar y continua­ban hacía un año, la vivirían los nuevos. Y este sentimiento era sin lugar a dudas el de la envidia. Los que tenían que continuar veían con envidia a los que regresaban pues por una parte ya habían logrado a lo que venían y, por otra, volvían a sus lugares de origen. Y tal vez esta última parte era lo que más valor tenía.
   Quienes regresaban no podían disimular la alegría. Se les podía ver el rostro más despejado y más sereno. Y aunque todavía les quedaba la parte más difícil de la Universidad como la presentación final de la tesina de grado y el examen de síntesis para poder optar a la Licenciatura o la defensa de la tesis para quienes hacían el doctorado en cualquiera de las ciencias eclesiás­ticas, no se les podía negar que se les veía contentos.
   Quienes tenían que continuar ya estaban empezando a darle el justo valor a sus días de estudio. Por una parte, ya conocían el desenvolvimiento de sus respectivas Universidades y por otra empezaban a valorar la importancia de su estancia en Roma. Así quienes cursaban estudios en la Facultad de Teología Dogmática empezaban a saborear el contenido central con su importancia de la doctrina católica e igualmente comenzaban a olvidarse de la nostalgia de los primeros meses. Y si el primer semestre había sido tomado un poco a la ligera, el nuevo, que comenzaba, les estaba exigiendo dedicación y empeño.
   Si el golpe más fuerte del primer semestre había sido el experimentar la realidad de la soledad fuera de sus países, en otro ambiente cultural y lejos del afecto inmediato de las amistades y de los familiares, ahora, tenían que asumir con coraje esa realidad de la vida y dejar atrás como elementos de una etapa superada esos mismos lazos que los hacía vibrar como personas. No tenían otra alternativa humana que mirar con sentido de historia el futuro incierto de sus vidas y vivir con concien­cia de formación el presente que les tocaba enfrentar.
   Ya no podían seguir viviendo atados a sus pequeñas comunidades de trabajo de las que habían venido. Ahora, la misma situación de la experiencia romana les abría los verdaderos horizontes de la vida y les enseñaba a precio de sacrificios y hasta de sangre derramada en lo más profundo de sus pechos todavía juveniles, que nadie es indispensable, ni mucho menos insus­tituible. Y ese descubrimiento, para ellos nuevo, les hacía tomar las situaciones de la vida con más tranquilidad, pues empezaban a convencerse que aquellos sentimientos y aquellas fuerzas de transformar el mundo de escasos dos años atrás, eran simplemente un sueño de jóvenes. Porque la vida era otra cosa.
   Bien dicen los que han vivido mucho que es lejos de la propia casa donde se madura más y con más rapidez. ¿ Será, porque en la propia casa se crea un refugio familiar e individual en torno a los jefes de casa? ¿Será porque psicológicamente estamos más seguros y si por casualidad las cosas no nos salen bien igualmente vamos a tener el apoyo moral, espiritual y aún económico de nuestros padres que nos consienten con sus palabras y sus detalles de padres amorosos? ¿Será porque fuera de casa aquello que no nos gustaba tenemos por fuerza y por conveniencia que soportarlo y hasta asumirlo?
   ¿Y en eso consistirá la madurez humana: en saber soportar con indiferencia lo que no nos gusta, y, más aún, saberlo transfor­mar en fuerza revitalizante para el propio provecho perso­nal? ¿La madurez humana será la capacidad de no expresar nuestros sentimien­tos y menos si éstos no nos ayudan a crecer? ¿Será menos sentimen­talismos y menos apegos a las personas, y, por el contrario, más estructura mental y más voluntad para vivir la existencia humana sin dependencias sentimentales? ...
   Y sobre este nuevo elemento va a girar prácticamente la historia ficticia de nuestros personajes igual­mente ficticios, sobre la realidad de la experiencia romana de quienes, sobre todo los nuevos, después del primer semestre, tras fatigas, sin sentidos y desengaños de sus propios mundos mentales construi­dos por su abundante buena voluntad; comenzaban a descubrir que no son suficientes buenos sentimientos ni mucho menos demasiada inocencia para saber triunfar en la vida, sino que se necesitaba coraje, fuerza de voluntad y mucha perseveran­cia para no dejarse embargar de las sin razones propias de la existencia misma.
   Y no sólo coraje y fuerza de voluntad sino también un poco de malicia. Porque muchos de ellos empezaban a cuestionarse sobre el verdadero sentido de la paciencia humana y sobre el sufrimien­to injusto a que se ven sometidos muchos que actúan con buenos sentimientos. Porque empezaban a comprender que por falta de astucia, en muchos aspectos, y, por abundancia de muy buena voluntad, siempre seguían siendo objeto o de las malas jugadas de las personas más dominantes, o, de sus propias torpezas que eran aprovechadas en su propio daño.
   En esos mismos días por celebrarse la cuaresma se había tenido una tarde de retiros espirituales. Y las palabras del predicador habían sido muy acertadas.






XIV

        

         Los días iban transcurriendo sin mayores sorpresas, más que las propias de la novedad de cada día, para los que tenían sentimientos de búsqueda de sentido en la rutina del tiempo. Para el resto, simplemente era un hacer todos los días lo de siempre. ­Así, hasta llegar a los días del mes de mayo, mes en que se hacían las despedidas oficiales del Colegio.
         Ese año, como todos, la celebración era solemne. Presidió la Eucaristía el Rector del Colegio, hubo regalos de agradeci­mientos a las hermanas religiosas de las cocina y a los superio­res y a los empleados. Hubo lágrimas, apretones de manos, abrazos sinceros y ocasionales. Hubo palabras de adiós por parte de uno de los egresados en nombre del grupo y también palabras de despedida de uno de los que todavía debían continuar por un año más en Europa.
         Después de brindar con vino por el adiós, el responsable de las palabras de despedida se paró, con su debida presentación previa, frente al micrófono y sacando una carpeta empezó sus palabras:
         "Esta tarde -- con tono seguro y reposado, atrayendo inmediatamente la atención pues tenía muy buena aceptación general -- al querer dar «el hasta luego» al grupo de compañe­ros «Pío Latinos 91» tenemos que intentar analizar, aunque sea someramente, la mezcla de sentimientos que experimen­tamos con su «adiós» a Roma, su partida del Colegio y con el regreso a sus respectivos lugares de origen.
         "Primeramente son tres los lugares que entran en la relación. Cada uno con su significado e importancia y cada uno con su valor y experiencia. Todo depende, lógicamente, desde la visión personal de cada individuo humano capaz de sufrir su propia vivencia y que se suele llamar «experiencia», la cual no tiene un patrón de medida ni una misma escala de expresión, ya que la determinan factores psicológicos, físicos, y muchos otros, sin negar la importancia, sin duda, también del económico.
         "Así, en el caso concreto, dos de los tres son los lugares claves: Roma y nuestros países; nuestros países y Roma, alterna­tivamente. Cada uno tiene su importancia, su valor y sobre todo cada uno ocupa un puesto en nuestro sentimiento.
         "Roma, era el sueño de nuestras fantasías de niños en nuestro trajinar de fe. Roma, era el anhelo, más tarde, de nuestros deseos y de nuestras aspiraciones de estudiantes. Y Roma era la meta de nuestro amor eclesiológico universal. En cierta manera, Roma, representaba en nuestras imaginaciones, «lo ideal», «lo perfecto», y sin temor a ninguna equivocación, se nos convertía «como lo máximo» de nuestros posibles logros humanos.
         "Nuestros países, en cambio, son nuestra realidad. Y aquí, ya encontramos la primera diferencia en nuestra relación. Fijémonos en los verbos: Roma «era» y nuestros países «son». La prueba más evidente en la diferencia es que hoy nos estamos despidiendo de Uds., porque lo importante es el presente del mismo verbo, «son», ya que lo que cuenta en nuestra permanencia en Roma son nuestros propios países, al que Uds. pronto se disponen volver. Porque si se había aceptado el compromiso de venir a Roma, era, es verdad, primero para plenar nuestras aspiraciones humanas, mas también porque se quería comprender, al beber de las mismas fuentes del saber, los conocimientos teológicos y pastorales para poder trabajar en sintonía con la Verdad de la Palabra de Dios en nuestros respectivos lugares de trabajo, es decir, nuestros países de origen. De lo que se puede deducir prontamente, que éstos constituyen la parte más importan­te. Por eso Uds. regresan y por eso Uds. fueron capaces de darle sentido trascendental al sufri­miento humano de sus incontestables incomprensiones, bajo la luz del Espíritu, lógicamente, a sus respectivos tiempos de permanencia en la Ciudad Eterna.
         "No significa esto que Roma era en su sentido estricto un mundo ficticio, aunque no se puede negar, tampoco, que por mucha capacidad de asimilación de la que nos haya dotado la sabia naturaleza, Roma, y con ella Europa, pertenece a otro mundo distinto del nuestro, por ser distintas las realidades, aunque un mismo sujeto, el hombre.
         "Y esta misma diferencia hace rica nuestra posible experien­cia fuera de nuestros países, a los que comenzamos a valorar y a querer más, con el bello sentimiento de la nostalgia, añadido a la melancolía y a la añoranza. Este sentimiento vivido hace que deseemos físicamente volver cuanto antes. Y digo, físicamen­te, porque no se puede negar que con la imaginación se vive en ellos.
         "Esta misma diferencia, a veces, se nos convierte, al mismo tiempo en nuestro principal problema, porque se hace realidad el adagio de que «estamos donde está nuestro corazón». Y sería absurdo pretender demostrar que los nuestros estuvieron o están cien por ciento donde actualmente aparecen nuestras apariencias materiales-físicas.
         "Porque no podemos negar, por otra parte, que en muchas de nuestras conversaciones diarias solemos referir, en una o en otra forma, nuestras tierras de origen, ya para comparar los parajes, ya para criticar actitudes humanas, ya porque se nos sale por los labios de lo que está abundante la cabeza: nuestras realidades histórico-concretas y, a las, que en cierta manera amamos, simplemente porque son «nuestras».
         "La relación es: «Roma, nuestros países»; «nuestros países, Roma». ¿Cuál de las dos realidades prevalece? Y las respuestas son nada más que dos: la primera es: antes de venir a Roma, Roma. Y la segunda: después de venir a Roma, nuestros países. Y estos con nombres propios: Argentina, Bolivia, Chile, Ecuador, Costa Rica, Perú, República Dominicana, Colombia, México, Paraguay, Uruguay, El Salvador, Haití, Venezuela... Y al decir cada cual su propio país siente un orgullo nacional y un trago agri-dulce en la garganta.
         "¿Por qué no permanece la primera respuesta? ¿Significa esto que se hace ley la relativización de nuestros quereres y deseos humanos? Decir lo contrario, sería intentar oponerse a la eterna inquietud de búsqueda que existe en lo más profundo del hombre mismo. Y sería como querer nadar contra corriente de río caudaloso... Porque, al fin y al cabo, este río es la misma vida y sus leyes naturales...
         "Simplemente, no puede permanecer, porque si estamos en Roma es porque pertenecemos a nuestros respectivos países. Y si Roma es importante para nosotros es porque nuestros países son la prioridad misma. En otras palabras, Roma está en función de la importancia de nuestros países. Es decir, Roma como Roma, por sí sola no significa prácticamente nada para nosotros.
         "Lo que le da importancia a Roma, en nuestro deseo de venir a ella, y en nuestra permanencia en ella, son nuestros países.
         "Es verdad, que antes de venir a Roma, ésta era lo más importante. Porque veíamos desde una óptica no del todo clara nuestra propia jerarquía de valores. Y habíamos colocado en otro puesto lo que realmente valía por sí sólo.
         "Pero, ahora, que estamos en Roma, se nos desempaña la visión e intuímos, primero, y comprendemos, después, que con todo lo que Roma es y vale por sí sola, no tiene el valor que para nosotros tienen y deben tener nuestros propios países.
         "Y este descubrimiento nos entusiasma y nos eleva el espíritu en una jubilosa oración de gracias. Porque es descu­brir, que con todo lo que le debemos al Viejo Mundo, en cultura, religión y lengua, no somos su prolongación, sino que somos nuestra propia realidad. Y que sería un auténtico anacronismo cultural el querer copiar sus estructuras, sus costumbres y hasta sus comportamien­tos.
         "Europa es Europa y Roma lo que es, con sus valores e importancias; y América Latina es América Latina, igualmente con valores e importancia. No significa que porque son otras manifes­taciones distintas sean menos... En esto ha consistido, entre otros, el grave error que los historiadores descubren hoy por hoy en el descubrimiento y colonización de América...
         "Porque la primera realidad que se descubre es que existen diferencias... Pero estas diferencias no engrandecen a uno y empequeñecen a otro. Por el contrario, en la convivencia, a pesar de las diferencias, consiste la realidad de la civiliza­ción humana...
         "Por eso, en la relación «Roma y nuestros países» y «nuestros países y Roma», nuestros lugares de origen son la clave misma de la relación.
         "De manera, que habíamos venido a Roma, porque en el fondo, además de satisfacer nuestro ego personal, queríamos aprender más para poder amar más. Y creo que el hecho mismo de descubrir que tenemos nuestra propia realidad histórica, con sus avatares concretos, hace automáticamente que amemos más nuestras realida­des nacionales. El hecho de comprender que somos diferen­tes hace que nos sintamos orgullosos de ser lo que somos, a la vez que nos compromete con la historia misma, porque sólo sentirnos orgullo­sos nos llevaría a un absurdo nacionalismo, que se podría entender como una especie de aislamiento, regional o continen­tal.
          "Es lo que se aprende y se asimila inmediatamente en nuestra estadía en Europa.
         "Pero, en nuestro caso concreto de sacerdotes y pastores, adquirimos una visión más completa de la realidad, ya que nos iluminamos de la teología para comprender más, primero, el misterio del hombre, que se resuelve en el misterio de Cristo, como lo dice el Concilio Vaticano II, y después para intentar con criterios de madurez la «civilización del amor», que no es otra cosa que el ideal mismo del Cristianismo en la tierra.
         "«Pío Latinos 91»: Ustedes regresan. Porque lo más importan­te son nuestros países. Roma, en ese sentido, estuvo al servicio de esa realidad. Que todo lo que hayan podido asimilar, sea a nivel académico, que puede ser poco, como a nivel de vivencia personal, que si es mucho, porque han sido sus experien­cias lo más importante, lo puedan redimensionar para nuestra realidad, desde ella y para ella. Pues en esto consiste el auténtico trabajo de un verdadero pastor y más de un verdadero intelectual: que no copia, sino que parte de realidades concre­tas. Lo que sería: el «ver», «juzgar» y «actuar» de la Pastoral Nueva de América Latina.
         "Que la famosa frase «la experiencia romana», tan utilizada al comienzo de todo nuevo año escolar, les recuerde los momentos difíciles, pero trascendentales, de sus días en Roma. Y que el Señor, que los condujo hasta el suelo de las semillas de los mártires y del misterio petrino, los conduzca gozosamente a sus tierras, sedientas de la palabra embalsamadora y revitali­zante que esperan a través de sus ministerios.
         "Mas no olviden, sin embargo, aquella bonita reflexión hecha por Hugo Wast...-- y continuó su reflexión...

         Un ensordecedor y prolongado aplauso invadió súbitamen­te la estancia del comedor donde se desarrollaba la cena de despedida. Las palabras del compañero habían sido muy acertadas y sobre todo hacían filosofía de la realidad social.
         Algunos se levantaron a felicitar efusivamente al orador.
         Después del día de la despedida comenzó el éxodo de los que tenían que regresar, entre ellos Palmeras, quien al decir «adiós» a su nuevo y entrañable amigo sentía cuan grande era el aprecio que experimentaba por el viejo sacerdote mexicano, el cual había sabido ser su amigo, a pesar de las diferencias, o mejor aún, con las diferencias.
         Fernández, por su parte, era el barco viejo y cansado pero que se aproximaba seguro al puerto. También Fernández sintió correr una lágrima por su rostro curtido por los años y las experiencias de la vida, y, por consiguiente, más sensible a las verdaderas muestras de amistad, como lo había sido su relación con el joven y gordo sacerdote venezolano que se iba a continuar en el mar de la vida. Mientras Fernández vibraba con las experiencias vivificantes y revitalizadoras del amor de la amistad resonaban en lo más profundo de su corazón las palabras del poeta, que le daban a comprender todo el sentido de la existencia humana:

Caminante, son tus huellas
el camino, y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante, no hay camino,
sino estelas en la mar.

         Y al sentir el eco nostálgico de su corazón sus ojos se humedecieron y con un suspiro profundo repitió mentalmente con el mismo poeta: Todo pasa y todo queda; pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar.

    LOS DOS (Novela) (Filosofía de la Historia )                                    (Daniel Albarrán) ...